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Verano

Bajamos del tren una tarde de enero, muy cerca de fin de siglo. Con sólo una idea, la idea fija me dirían algunas noches después arriba de un bondi rumbo a la choza, allá por el Barrio San Carlos en la loma de la nada en otra Mar del Plata.

Un paseo en auto, un recorrido por la costa viajando a velocidad, en sentido Acantilados – Constitución. Un cassette y una banda de rock sonando una y otra vez. ¿Año? 91… antes de la Guerra del Golfo. La mosca en la sopa sonaba con fuerza desde las barriadas al centro. Sin embargo, nosotros viajábamos con Oktubre…

Habíamos trepado al tren con el entusiasmo con que trepábamos los alambrados los fines de semana para colgar los trapos del amor. Todavía explotaban petardos aislados por el comienzo del año y botellas rotas brillaban en los empedrados de Constitución. Insignia, huevos e identidad a ritmo de bombos y pedradas. Corridas por la Avenida Alcorta hasta la llegada de la infantería y la montada.
Así, con ímpetu guerrero y pintitita de pibes de barrio clase b, subimos al tren en plaza Constitución. Gustavo, el Colo, el dueño de la choza que recién conocíamos y yo. En la costa nos esperaba Pablo y otros amigos diseminados en distintas casas y deptos de la  ciudad. Pañuelos en la cabeza y al cuello, jeans desflecados y zapatillas.


Un viaje en el 221 hasta el centro bordeando la costa y un boliche, un pub en el primer piso al fondo de Rivadavia. Frente a la plaza y a vos, en una escalera lenta hasta el techo en donde descubrí a las chicas queer, el gusto a limón en tu boca… y una fiesta en la playa. Un fogón y un clericot de vino en la arena junto al mar.

Cantabas. Cantabas y llevabas tus brazos arriba, hacia el techo como acariciando el aire espeso de la noche. Bailabas y movías las manos como gitana y hacías palmas, hacíamos palmas entre el humo y el sudor…Después volvíamos en bondi y el sol clareaba por las ventanillas que daban al mar.

Días de playa y sol. Fútbol en la arena y chapuzones en el mar. Charlas interminables en noches infinitas y las ganas de comernos el mundo. Matábamos arañas en el techo y hormigas. También hubo días de lluvias, pan casero (sí así podríamos llamarlo) y caminatas grises. La alpina en el bosque Peralta Ramos y los perros.


Cada noche volvíamos al boliche. Hubo otros, pero ninguno como aquel al final de la peatonal Rivadavia. Arriba, en un primer piso. Sudor y limón sobre el labial corrido. Los zapatos en la mano y caminatas descalzas por la playa en busca de un amanecer que nos despierte. Un sueño de rockanrrol lleno de futuro que insistiría semanas después en el pasaje Bollini y meses más tarde en Quilmes a la vera del río.

Un sueño de rockanrrol y playa con gusto a limón…

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