Siempre que salía de ahí, la noche se llenaba de luces. Cada vez que íbamos a su departamento de la calle San Irineo, Eva, desempolvaba sus polvitos mágicos y el tiempo se detenía. Le gustaba vestir soleros en primavera, dejaba sus hombros al aire y sumaba flores a las flores. Preparaba café y ponía una y otra vez el unplugged de Nirvana. Después me besaba y nos tumbábamos en su cama de una plaza que daba hacia un ventanal. Ella me enseñó que el tejido con el que nos cubríamos después del amor se llamaba crochet y que el agua del Pacífico era más fría, pero igual de salada que nuestro sudor…
Bitácora de Carlos A. Ricciardelli // palabras/imágenes/arte -desde este lado del mundo.