Y entonces sólo hacía falta el viento, una pequeña brisa convertida en soplo divino que arrastrara las cenizas de esta fogata inútil a la vera del río, al costado de tu cuerpo. Fue entonces cuando entendimos que la noche era otra, sin miedo y sin piedad, nos recorrió el espectro de aquellos simios antiguos -que la soberbia humana llamó prehistóricos- como si acaso vos y yo fuéramos historia, así con mayúsculas, y fuésemos otros, y quisiéramos extirparnos de nosotros mismos. Imposible. Los agujeros están ahí, y África está en nosotros. En la memoria del cuerpo, en la cadena multiplicada en el esperma de aquel simio. A pesar del tiempo, aún resisten en cada cuerpo, los rastros de Olduvai.
Bitácora de Carlos A. Ricciardelli // palabras/imágenes/arte -desde este lado del mundo.