Ni loca. Otro día más así, ni loca, le respondió al televisor luego de escuchar el “plop” que clausuraba las noticias y el servicio eléctrico. Otro día más, no. Murmuró unos insultos al gobierno y los equiparó con todos los gobiernos anteriores. Después, agarró un bolsito, un par de libros y la botellita con agua. Cerró con llave y salió. No iba aquedarse un minuto más a renegar con el calor y el corte de luz. ¿A dónde iría? Se preguntó una vez en la calle bajo la furia de un cielo que viraba del celeste al violeta.
El aire caliente se espesaba a cada paso trayendo
olores a podredumbre. Lúa miró hacia ambos lados buscando el origen del mal
olor. No vio basura ni contenedores cerca. Se encogió de hombros y continuó
andando. Sacó su nuevo dispositivo: Buen día bebé. ¿qué hacemos hoy?
Hermosa jornada Lúa. Día a pleno sol y calor, sin
nubes en tu horizonte. Hacia el mediodía una sensible acumulación de carbono
hacia el centro de la ciudad puede ocasionar leves dolores de cabeza.
Bebé, ¿a dónde podemos ir?
Hay nuevas promociones en el Centro comercial: un dos
por uno en carteras importadas y zapatos de diseño. Indira colección anuncia
una nueva línea de soleros y remeras eco friendly.
Lúa sonrió: bien.
¿Cómo llegamos al Centro comercial?
Líneas 50c – 50e – 10a.
Una vez en el colectivo le pidió a “bebé” algo de
música, a tu elección le dijo
mientras se recostaba en uno de los últimos asientos. Apoyó la frente contra la
ventanilla esperando sentir un poco de alivio. Por suerte funcionaba el aire
acondicionado y la playlist de Dua Lipa comenzó a sonar. A las pocas cuadras la
playlist comenzó a entrecortarse. Al principio Lúa no le dio importancia pero
al continuar las interrupciones consultó a Bebé: mala señal de internet debido a cortes en el servicio eléctrico. La
sensación de fastidio regresó con más fuerza. Se incorporó en el asiento y
volvió a mirar por la ventanilla buscando una explicación. El colectivo seguía
a buen ritmo y solo se detenía en las paradas habituales. En las calles se veía
poca gente a pie y un tránsito cada vez más cargado. Suspiró fastidiada cuando
descubrió tenues columnas de humo detrás de unos edificios. El cielo cambiaba
nuevamente de color. Qué raro,
murmuró. El violeta se oscurecía con intensidad. Sonó el dispositivo: corte
masivo de electricidad se extiende por todo el centro de la ciudad. Clikeó la
pantalla para saber más: No se conocen las causas pero desde las empresas
eléctricas confían que en pocas horas se restablezca el servicio. Puta madre.
Bajó molesta del colectivo y el golpe caliente del
aire le nubló la vista. Trastabilló. Había muy mal olor. Una mezcla a quemado y
podredumbre llegaba con fuerza desde algún lado que no lograba establecer.
Apenas se recompuso paró un taxi. Al río. A la costanera, respondió a la
pregunta del chofer.
-A tomar un poco de aire, ¿no?
-Sí. Eso intento.
-Está terrible. Ya no se puede vivir en esta ciudad.
Encima éstos indios que no te dejan trabajar tranquilo. Todo el santo día
igual.
Lúa no respondió. Prefirió el silencio y viajar
perdiendo la vista entre los edificios y el cielo enrojecido.
-Señorita. Señorita, llegamos. Más no se puede
avanzar. Está todo cortado. Son dos mil quinientos.
Se asustó y empezó a correr. Fue una reacción
instintiva, acelerada como siente ahora a su corazón. Hay un corazón, pensó. Fue un segundo, un ruido. Un sacudón detrás
de la oreja y la gente corriendo, de golpe, en dirección contraria como si
fueran a atropellarla. Volvía a oler a quemado y cuándo apuró la corrida perdió
una zapatilla. Se detuvo a un par de metros, dudó en volver o seguir corriendo,
pero finalmente volvió a buscarla. Estaba en medio de la calle, hundida en una
mezcla pegajosa de asfalto y barro. La
tomó con la mano y tuvo que tironear un buen rato hasta que escuchó una nueva
explosión. Pero esta vez mucho más cerca y un grupo de gente que pasó corriendo
a su lado casi la atropellan. Arrancó la zapatilla del asfalto y perdió media
suela que siguió pegada en la mancha viscosa. Se la calzó a medias y corrió
detrás de la pequeña muchedumbre. No entendía qué pasaba pero un miedo enorme
la había atrapado. La gente gritaba enloquecida y corría. Lúa luchaba para
recuperar cierta calma e intentar algo que la ayudara a descifrar lo qué
sucedía. Buscó su dispositivo y le habló agachándose contra un árbol.
Bebé, ¿qué está pasando en
Buenos Aires? ¿Por qué corre la gente? Finalizó la pregunta y la pantalla le devolvió
el ícono circular de búsqueda. Está
pensando, pensó.
-¡Explotó! ¡Explotó un tanque! ¡Se está quemando el
parque!- gritó una mujer que llevaba en brazos a una nena de algo más de tres
años que lloraba a los gritos. -¡Se quema todo!
Se detuvo un instante y se apartó de la multitud. A lo
lejos creyó ver la orilla del río y el fuego que se levantaba desde los árboles
del bosque. O, lo que quedaba de él en su lucha desigual contra la voracidad
empresarial. Volvió a correr. De pronto, escuchó sirenas. Distintas, varias,
muchas sirenas que se acercaban. Cuando creyó entender algo empezó calmarse y
frenó su carrera. Respiraba agitada. El sudor le pintaba la cara y los brazos
de negro por las cenizas que caían del cielo. Volvió sobre sus pasos. Caminó
hacia el bosque esquivando a los últimos grupos que escapaban. Se acercó todo
lo que pudo. La policía había acordonado parte de la entrada y expulsaba a los
curiosos. Los carritos de comida ya estaban cerrados. Quedaron sólo dos,
abiertos y abandonados ante el susto de los empleados. Parecían desvalijados. Sentía
el calor y el humo cada vez más intensos. Se acercó con cuidado. Miró hacia el cielo,
una mezcla rojiza con manchas oscuras y comenzó a ver como de apoco decenas de
pájaros se desprendían de los árboles buscando escapar a las llamas. Algunos lo
conseguían y otros, luego de tomar una altura importante, se desplomaban de
golpe como si sus pequeños corazones no soportarán tanto calor y esfuerzo. Era
un espectáculo aterrador. Apenas pudo contenerse. ¿Se suicidan? Los pájaros
caían cada vez más cerca. Volaban escapando de las llamas y de pronto se
detenían en el aire como si chocaran contra una pared invisible y caían. Al
principio fueron dos o tres pero enseguida fueron más y más aves estrellándose
contra el cemento.
-¡Explotó la central eléctrica! ¡Corran!
-¡El fuego crece! ¡Está fuera de control!- escuchó
gritar en medio de nuevas sirenas.
Escuchó el motor de un helicóptero acercarse a vuelo
bajo. Venía hacia las llamas. Pensó que era un hidrante o una nave de
reconocimiento para a orientar el trabajo de los bomberos que no cesaban de
llegar en camiones y camionetas. Se apoyó contra un árbol y vio casi sin
creerlo como el helicóptero se acercaba a las llamas y con una extraña maniobra
giraba ascendiendo para detenerse de golpe y ser engullido por una enorme
lengua de fuego. De pronto, una esfera de oscuro silencio envolvió por unos
instantes el lugar hasta escuchar una nueva explosión.
Se llevó las manos a la cabeza y volvió a correr.
Sintió una enorme necesidad de correr, de escapar de ahí. Apenas daba unos
pasos y debía correrse a un lado o saltar un cúmulo de plumas y sangre. Su
dispositivo volvía a sonar otra vez, absurdo ante la realidad. Algunos pájaros,
a pesar de la caída, no terminaban de morir y se arrastraban sobre el asfalto.
Caminaba agitada, llorosa, cuando escuchó chillidos. Se
detuvo y se acercó al cordón de la calle a mirar. En la alcantarilla observó
como un montón de ratas se arremolinaban sobre un perro muerto. Apenas soportó
el olor. El calor aceleraba la descomposición.
Apuró el paso y las ratas parecieron enloquecer. Saltaron hacia sus
piernas, parecían querer atacarla y
otras comenzaron a morderse entre ellas. Se deshizo de dos a patadas que
parecían agarradas a su pantalón y corrió, corrió hasta la primera avenida.
Cuando escuchó un nuevo estruendo. Pero
esta vez, el ruido era distinto. Estruendo de vidrios que se rompen, que
estallan.
Respiró profundo y trató de limpiarse. Se sacudió
algunas plumas y manchones de cenizas. Miró hacia la esquina, hacia el origen
de los nuevos ruidos y gritos. Un grupo de personas se arremolinaba y arrojaba
piedras contra la vidriera de un supermercado. Sintió un golpe en la espalda,
fuerte, sobre los hombros y tambaleó.
Mareada se acercó a una pared y se sentó. A sus pies agonizaba una paloma
ensangrentada. Era la misma que la había golpeado en su caída. Tuvo una arcada
y sintió que la transpiración había ganado todo su cuerpo. Esperó sentada en el
piso. Creyó escuchar su dispositivo. Inútil en su morral.
El calor creció hasta volverse insoportable. En
seguida llegaron nuevas sirenas y carros de bomberos. Sin darse cuenta había
comenzado a llorar. Había comenzado con la humedad de las lágrimas cayendo por
los pómulos y un nudo en la garganta, pero ahora la angustia la había atrapado
por completo.
Tenía miedo, mucho miedo.
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