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Crónicas del capitaloceno


Por tanto, así como la cizaña se recoge y se quema en el fuego, de la misma manera será en el fin del mundo. El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que son piedra de tropiezo y a los que hacen iniquidad; y los echarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes.

Evangelio de Mateo 13:40-42

 

Terminó su café con leche y comenzó a sentir otra vez la pegajosa transpiración por toda la espalda. Bajando en delgados chorros tibios de sudor y no pudo evitar el fastidio. Comenzaba un nuevo día en Buenos Aires, capital del país más caliente del planeta. Enero del 2022.

La noche anterior había vuelto a consultar el pronóstico extendido para toda la semana y la confirmación era abrumadora: “Una ola de calor envuelve al sur de América y se extenderá al menos por una semana” “Se esperan temperaturas por encima de los 40°C” Y luego, una catarata de recomendaciones similares a la de todos los veranos… Pero, ¡la diferencia era que esta vez la temperatura diaria iba a estar al menos 12° por encima de lo normal!

El día iba a ser largo. Muy largo. El verano había comenzado recién y de la peor manera posible. Sabía –siempre lo supo- que en cualquier momento todo podía pasar de nuevo. “Todo” es todo lo malo que puede pasar en un matrimonio. ¿Eran un matrimonio? No, nunca lo fueron. Pero sí eran, o alguna vez fueron, una pareja. Y después de un año difícil, muy difícil, lleno de problemas, discusiones y complicaciones, estalló. Las últimas semanas de diciembre fueron un desastre: muchísimo trabajo, cierres de actividades, entrega de informes y las fiestas familiares… Todo se combinó de la peor forma posible y explotó, desparramando esquirlas para todos lados.

Ahora, a mediados de enero y con las vacaciones familiares despedazadas, está realizando una investigación para la sección cultura de un importante portal de actualidad. Se proponía elaborar un artículo sobre el estado de la literatura argentina. Mencionar a las cuatro o cinco figuras más destacadas de los últimos años y tratar de analizar por dónde iban sus obras, los temas recurrentes y qué hacían con el lenguaje escrito: ¿lo cuidaban magistralmente para sólo contar historias? ¿Había recreación, fusión, mezcla de registros en busca de algo nuevo, distinto? ¿O sólo abundaban las marcas de “género”?

Pensaba en éstas cosas y tenía varias listas de papel con el nombre de autores y temas pegados en las paredes de su casa de soltero. “Claro, a vos te gusta vivir así, porque hacés vida de soltero” le había gritado en una de sus tantas discusiones su pareja. Porque ellos, Manuel y Victoria vivían en casas separadas. Y ahora, él estaba ahí, en su casa de soltero, tratando de escribir algunas líneas para su trabajo. Acaba de terminar el café con leche y no para de transpirar. Se puso de mal humor y no puede comenzar a escribir ni una línea. Se para, va y viene por la habitación y enciende el ventilador. Se detiene frente al aparato y piensa en ella. Piensa en la última discusión, en sus palabras, en los gestos de su cara y empieza a llorar. ¿Puede haber tanto odio? Se pregunta. La insulta en voz baja una y otra vez pero sabe que no sirve de nada. Ella no está desde hace unas semanas y no sabe si van a volver. Se siente en un pozo, oscuro, profundo del que no puede salir. Vuelve a la mesa de trabajo y deja a un lado los papeles en donde fue anotando ideas y busca en la computadora los portales de los principales diarios. Todos, a pesar de su estupidez ideológica que los mantiene miopes, hablan de la ola de calor y llenan la pantalla de mapas de Argentina teñida de diversas gamas de color rojo. Rojo. Recién, las segundas o terceras noticias hablan de la posible instalación de plataformas petroleras en la costa atlántica y de la inflación incontrolable. “Más de cuarenta mil hogares sin luz”, “Una ola de intenso frío y nieve paraliza algunas ciudades de Canadá y EEUU”. “Fuertes tormentas causan inundaciones y daños considerables en Italia” completan los titulares. Cierra las ventanas y vuelve al documento en blanco y escribe: “Así como el mundo se ha vuelto multipolar, en los últimos años la literatura argentina parece correr por el mismo sendero. Luego de la muerte de Borges y Cortázar la literatura nacional parece fragmentarse en decenas de estilos, cada cual, más o menos personales. Ya no hay “popes” de las letras como hubo en el siglo pasado. Ya no hay figuras indiscutibles que se lleven todas las miradas (y también las ventas.) Parece, entonces, que la esfera literaria argentina se fragmentó definitivamente en decenas de partículas menores. No hay más Florida y Boedo, no hay más un Borges y un Cortázar. Bienvenidos al siglo XXI de la literatura argentina: un universo de múltiples propuestas, algunos rasgos del pasado, literatura de género, poco vedetismo y solemnidad. Hay de todo como en botica.”  

Dejó de teclear y leyó. Le gustó. No mucho, pero había arrancado y eso era lo importante. Se secó la frente con una servilleta de papel y se levantó a buscar una botellita de agua fría. De un trago tomó casi la mitad. Dos litros por día, se dijo y caminó hacia el patio. El golpe de calor lo sorprendió. Miró el toldo y estaba cerrado. Movió con fastidio la cabeza y subió la escalera. Tomó el gancho que cuelga del toldo y comenzó a abrirlo. Una leve brisa de aire caliente entró de golpe y Manuel cerró los ojos. Volvía a transpirar a chorros. Cuando abrió nuevamente los ojos y alcanzó a mirar el cielo de una claridad imponente lo interrumpió el sonido ahogado de algo que rodaba por el cobertizo. Miró hacia arriba y vio un cordón colgando por entre las hojas medianamente abiertas. Abrió más, esperando que a medida que las hojas ganaran inclinación pudiera ver qué era ese cordón negro. Y así fue. Giró un par de veces más el gancho y de golpe lo que estaba atado al cordón rodó nuevamente y con un sonido seco de paquete de harina cayó al piso del patio. Entonces, vio una enorme rata que agonizaba sobre las baldosas. Manuel controló el miedo de la sorpresa y el asco, cuando se acercó a mirarla. No parecía lastimada ni herida por algún gato. Estaba algo hinchada para estar envenenada… ¿El sol? se preguntó y se apuró a ver en su monitor la temperatura. ¡43° marcaba! Cuando regresó al patio la rata había muerto. La observó nuevamente. Era grande, enorme, pensó. Tenía los ojos abiertos, marrones e inexpresivos. La dio vuelta con la pala de juntar la basura y no encontró marcas ni heridas. Ni una mancha de sangre. Nada. La panza parecía inflada, como si fuera un pequeño globo cubierto de pelo sucio. Tomó coraje y le tocó la panza con la punta de la pala. La apretó un poco y comprobó cierta resistencia fofa. Con cuidado la levantó, la envolvió en papel de diario para no verla, la metió en una bolsa y la llevó hasta el contenedor de basura que está a media cuadra de su casa. Al salir a la calle el reflejo del sol le lastimó la vista. Tardó unos instantes en acostumbrarse. Al regresar de la pequeña excursión se sorprendió al ver las plantas del pasillo completamente mustias… ¡Las había regado el día anterior! Corrió hasta la pileta del patio y cargó el balde con agua fría. Cuando alzó el balde creyó que se había equivocado y lo volcó. El agua estaba caliente. Repitió la operación concentrado en abrir la canilla de agua fría y cuando salió el chorro metió debajo la mano derecha. Seguía caliente, muy caliente. Dejó un rato que el agua corriera y cuando creyó que estaba un poco más fresca cargó el balde y regó las plantas.

Completamente bañado en transpiración se quitó con dificultad la remera y las ojotas. Buscó más agua en la heladera. Se paró frente al ventilador y aumentó la velocidad. No hubo cambios. Sonó su celular. Tardó en darse cuenta. Reaccionaba con lentitud. Lo buscó en la mesa de trabajo y no lo encontró. Trató de orientarse por el sonido y salió nuevamente al patio cuando sintió un crujido bajo su pie que se volvía pegajoso. ¡Un caracol! Agarró el trapo de piso y se limpió el pie. Siguió buscando el teléfono y cuando creyó encontrarlo junto a la puerta de su casa vio decenas de babosas saliendo de la rejilla del patio. Se dispersaban para todos lados a una velocidad inusual dejando las marcas brillantes y pegajosas de su andar. Agarró el teléfono y corrió al cuarto. Cerró la puerta y se echó en el sillón. No paraba de transpirar. No llegó a contestar porque los dedos resbalaban por la pantalla táctil. Puteó una y mil veces: ¡era un llamado de su hijo! Esperó unos segundos hasta que escuchó el ring del mensaje. Lo escuchó en silencio. Luego grabó: Quedate tranquilo Carlos, no se hagan malasangre. Parece que el tiempo se volvió loco. Acá hace más de 42°. Besos. Fue su respuesta al mensaje de su hijo, que le contaba que el vuelo se había suspendido por fuertes tormentas de granizo y qué todavía no sabían cuándo iban a poder volar.

Fastidiado, completamente aturdido, transpirado y raro, muy raro, se desnudó frente al ventilador. Cerró los ojos y respiró profundo un par de veces. Fue hasta el baño y abrió la ducha de agua fría, la controló con atención y cuando creyó que ya no quemaba se metió debajo del chorro. No recuerda cuanto tiempo estuvo allí, bajo el agua, pero al salir no encendió la bombita del baño (con el fastidio había entrado en penumbras). Creyó oler a quemado en el patio. Miró hacia el toldo y alcanzó ver un poco de humo. Algo se quemaba y el olor venía de afuera. Entró al cuarto para cambiarse. El ventilador y la computadora estaban apagados. Presionó los botones de encendido y nada. Volvía a transpirar. Fue hasta el interruptor de luz y no funcionó. Habían cortado la luz.

*

Se cambió mientras puteaba y se echó en la cama enojado. Nada podía salir peor. Pensó en la rata, en los últimos momentos. Ahora sabía que fueron los últimos momentos. Creyó ver, pensó, como movía el hocico por última vez. Se dio vuelta en la cama y pensó en el trabajo que no podía continuar. También pensó en él, y en Victoria. Estuvo un rato mirando la inmovilidad inservible del ventilador en el techo hasta que decidió salir a la calle. El calor seguía insoportable. Tomó una de las botellas de agua que tenía –a esta altura- medio congelada en el frezzer y le agregó agua de la canilla. Salió.

Buscó el refugio de la sombra bajo la furia del sol y en el trayecto hacia la avenida llegó a contar cinco ratas muertas y dos gatos. El sol se había corrido hacia el oeste pero no dejaba de calentar.

“Qué desastre m´hijo, que desastre” Escuchó que le hablaban. Se detuvo y una mujer grande, mayor, toda desaliñada lo miraba. “Sí”, le respondió, “todo el tiempo se corta la luz”. La mujer hizo silencio y metió las manos en el bolsillo descosido del batón. Sacó un pedazo de pan y trató de morderlo. Manuel le hizo un gesto con la cabeza. “El batón, tiene abierto el batón”, le dijo alzando las cejas. La vieja tardó en reaccionar. Abrió un poco más los ojos y con movimientos temblorosos se ató el batón con un cordón que llevaba en la cintura.

Manuel le sonrió y continuó caminando. Al llegar a la avenida comenzó a escuchar gritos y ruidos de metales chocando. “Están protestando” pensó y se dirigió hacia la esquina en donde se había congregado un buen número de personas. Habían cortado la calle y quemaban cubiertas. Una densa humareda ascendía hacia el cielo de un celeste enceguecedor. De pronto, la sirena de dos patrulleros acercándose aumentó el malestar y la gente comenzó a insultar a las empresas de luz y a los empresarios. Manuel llegó a contar algo más de un centenar de personas. En su mayoría gente común, gente del barrio. Algunos jóvenes que se acercaron con un bombo se quedaron en el fondo y comenzaron a gritar: ¡Quememos a los ricos! ¡Quememos a los ricos! La mayoría de los vecinos dejaron de protestar con sus cacerolas. Algunos se dieron vuelta para mirar a los recién llegados, extrañados, cómo no entendiendo. Protestaban porque era la  cuarta o quinta vez que las empresas eléctricas cortaban la luz con la excusa del aumento de consumo pero no encontraban relación con la consigna que gritaban los jóvenes. Algunos no prestaron mayor atención y continuaron haciendo escuchar sus palmas. Otros comenzaban a marcharse algo fatigados cuando de pronto hubo un murmullo, un movimiento entre la gente. Una señora tropezó y cayó sobre la vereda. Era la mujer del batón sucio. Algunos de los jóvenes se acercaron a ayudarla pero la mujer no reaccionó, parecía desmayada. Tenía la boca entreabierta y Manuel alcanzó a ver una masa viscosa, blanca, de pan entre los dientes. Los pocos policías que miraban desde lejos tardaron en acercarse y cuando lo hicieron comenzaron a agitarse y a llamar por sus radios.

Manuel sintió de pronto que el estómago le daba un vuelco. Transpiraba a chorros. Se apoyó contra un árbol algo mareado y sin comprender lo asaltaron recuerdos viejos de su matrimonio. Entre imágenes confusas escuchó gritar, pedir ayuda.     

La ambulancia llegó a los quince minutos y nada pudo hacer.

Era tarde. Otra vez.                    

      

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