En estas noches largas,
mi
mente persigue olores…
Perfumes
escondidos en mi pasado. Y ahí van apareciendo como fuegos de artificios los
olores de la cocina de mi madre. Mujer de brazos flacos y siempre arremangados. Mi
madre olía siempre a comidas, a calor de cocina, a bizcochuelos de invierno.
Cada
mañana, cuando iba al colegio secundario, se anticipaba al despertador y se
sentaba en mi cama. Me tocaba el pelo, la cara, hasta despertarme y lo primero
que veía era su sonrisa en la penumbra del cuarto. Después, el olor del café
que nacía de la cocina y se expandía por toda la casa.
A
veces olía a crema para manos. Sus manos eran de largos dedos huesudos y
siempre estaban lastimadas. Una quemazón de hornalla, un raspón con el rayador
de la zanahoria y los quesos. Algún tajo también, al cortar las milanesas o los
tomates en cubos…
Mi
madre olía a ella. Y me gustaba.
Un
día en la plaza se peleó con un borracho que me había confundido con otros
chicos que le tiraban piedras.
Hay
días en que estoy alerta y persigo sus perfumes. A veces percibo fragmentos,
fragancias de aquellos tiempos en algún pullover o pañuelo... No le recuerdo
olores de perfumes de frascos pequeños más o menos coquetos. Esos, calculo,
imagino ahora de grande, los reservaría para él. Para Carmelo, mi padre.
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