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Joy y Lupe



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Se tambaleó al ponerse de pie y desparramó sobre la mesa los restos de comida, bollitos de papel de servilletas y cáscaras de maní. Meneó la cabeza como queriendo afirmar su torpeza y sonrió cómplice a los presentes, como si supieran de antemano cuales serían sus palabras. Nos conocemos, pensó y paseó la vista sobre algunas caras entrañablemente queridas. Las sonrisas se volvían carcajadas, aparecían algunas muecas y un que otro silbido lo animaban a hablar. De a poco se hizo silencio.
-Hasta que desaparezca el Imperio –dijo y alzó la jarra de cerveza.
-¡Qué así sea! –celebró Max y agregó después de un brevísimo silencio- Qué todas sus tierras y malditas ciudades sean arrasadas hasta la última piedra.
-¡Y le echaremos sal!
-Y la declararemos tierra maldita.
-¡Por siempre! –gritaron juntos haciendo chocar las jarras y salpicándose de cerveza.


2
-Joy… Joy despierta… Joy.
-¿Qué hora es? ¿Ya es la hora?
-No, no. Tuve un sueño, algo raro…
-¿Qué cosa?
-Qué tuve un sueño, imágenes raras, desconocidas. Estábamos con tres o cuatro personas más tomando alcohol. Era una reunión, no sé en dónde estábamos y en un momento yo, que no era yo…
-No entiendo. –dijo Joy acomodándose en el catre-cama, incorporándose y cubriéndose la espalda con una frazada de fibras plásticas. La temperatura había descendido considerablemente a esa hora de la madrugada. –No te entiendo. ¿Tomando alcohol?
-No sé… estaba como en otro cuerpo que no era el mío… en un cuerpo de hombre… ¿entendés? Vos, yo… ¡Todos!
-¿Todos varones? Qué raro… casi no recuerdo como son los varones –dijo Joy fregándose la cara. Tenía frío. -Mi abuela contaba en sus cuentos de loca, de viajera del tiempo que lo único que extrañaba de los hombres era el olor de su padre. El olor raro que traía su padre cuando regresaba a su casa luego de varias horas de ausencia.
-Pero le molestaba cuando la raspaba con su cara, con la barba medio crecida, hasta dejarle las mejillas coloradas. ¿Te acordás? Vos me lo contaste una vez.
-Sí. Meaban de parados, sin mojarse… en cualquier lado.


3
El zumbido del sensor sacudió a Lupe justo cuando volvía a dormirse. Una delicada duermevela la había mantenido sumergida en recuerdos e imágenes nacidas en recuerdos de otras, de madres y abuelas comunales. De un tiempo no muy lejano.
El zumbido del sensor la sacó del catre-cama, en silencio se vistió y sin olvidarse la capota de neoprem –el frío era inclemente sobre la ladera de los cerros- salió del bunker y en medio de la oscuridad de la noche reorientó los equipos de cara a la Luna, de modo que las pantallas fueran alcanzadas de lleno por la luz lunar. Culminó la tarea en un lapso de media hora y se irguió a contemplar el blanco ojo lunar. Pensar que es la luz del sol… pero qué pureza alcanza al pasar por ella. Murmuró como si fuera una oración religiosa.
Los últimos informes que se habían publicado sobre los estudios hechos sobre la luz, determinaron que sólo la luz lunar (Hacía más de una década y media se había dictaminado como correcta el uso de la frase luz lunar) era portadora de vida. Solo la luz –insistía el informe- que procedía de la Luna era apta para el crecimiento de los vegetales, fuente de toda alimentación posible para la especie humana. En cambio, la luz que provenía del sol -pensó que no debería llamarse más así a ese chorro luminoso- produce muerte. La luz solar es la causa de sequías, de enfermedades de la piel, de la vista y de ataques de sed insaciables.
Estuvo un rato contemplando la Luna con una hermosa sonrisa melancólica, cavilando en los informes lunares y luego, regresó al refugio.
Ya está, vamos bien, le dijo a Joy que comenzaba a despertarse al escucharla trabar las puertas. Sonrió y corrió las frazadas de fibras para que Lupe regresara al calor de la cama.

4
El continuo y opaco tableteo de una metralleta las despertó. Dudaron unos segundos en reconocer los sonidos y luego Lupe miró el sensor: señalaba el inicio del amanecer. Hubieran dormido un poco más a no ser por el ruido de las metralletas. Las descargas se escuchaban más cerca que otras veces. Joy se levantó y luego de cambiarse sacudió suavemente del hombro a Lupe. Continuaba profundamente dormida.
-Vamos, vamos. Dale. Estuvieron toda la noche fogoneando, deben estar cerca. Tenemos que salir.
Lupe se levantó fastidiada y comenzó a chequear las pantallas de seguridad. Sí, estaban cerca. Mucho más cerca. Se estremeció ante las señalas que emanaba la pantalla y comenzó a vestirse con rapidez. En segundos estuvieron listas. Subieron la pequeña escalera que las llevó a la cima del cerro y corrieron los cerrojos. Joy levantó la tapa unos centímetros y observó el radar: la zona de seguridad cercana estaba limpia, pero la zona intermedia estaba siendo penetrada por un pelotón de cinco sombras y tal vez una sexta que no se alcanzaba a distinguir por falta de movimientos.
Salieron al exterior del bunker y aumentaron las imágenes con ayuda satelital.
-Son ellos. Es una patrulla perdida; seguro. Es muy raro que no nos hayan avisado de estos movimientos.

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-Tal vez descubrieron los monitores o lograron camuflarse –dijo Lupe acercándose a una de las pantallas –están a pie, sin vehículos de apoyo. Un reguero helado le recorrió la espalda erizándole la piel bajo la ropa protectora. Nunca antes había estado tan cerca de unos enemigos a los que sólo conocía por cuentos e informes oficiales. Enemigos que habían vencido y reducido hasta el exterminio sus antepasadas. Pero no, parecía que ahí estaban de nuevo, acercándose a la zona de seguridad. Comenzó a transpirar.
-Avancemos –ordenó Joy y comenzaron a bajar del cerro en dirección a las sombras. Dos kilómetros al este según los radares. Avanzaron en silencio entre arbustos bajos y pastos secos. El sol calentaba de a poco las piedras levantando una tenue neblina que se disipaba hacia el metro de altura. Avanzaron sin pronunciar palabra hasta la primer posta, a un kilómetro del refugio. Treparon hacia un cubículo de cemento en medio de rocas y de una saliente. Desde allí dominaban toda una extensa explanada llena de espinillos y suelo arenoso. Hacía calor.
No hizo falta ajustar los radares porque las sombras aparecieron en seguida en el margen izquierdo del campo.
-Son ellos –dijo Joy secándose el sudor de la frente y comenzó con una rapidez poco antes vista por Lupe a engarzar las piezas de los morteros.
Instantes después un ensordecedor combate se adueñó del tiempo. Una pequeña porción de tierra tembló ante una descarga de artillería, los chispazos de las balas en las piedras y los cuerpos que caían como bolsas rotas levantando pequeñas polvaredas a su alrededor.  La tierra tembló. La superioridad militar era considerable y en menos de una hora habían vencido. La sangre se hundía lentamente en la arena cuando Joy y Lupe bajaron de la posta rumbo a los cuerpos. Contaron cuatro cuerpos despanzurrados y humeantes cuando desde uno de los laterales se reinició el tiroteo. Las dos mujeres lograron refugiarse detrás de unos arbustos y repelieron el ataque. La sombra abandonó su lugar y se echó a correr.
-Revisalos y traé todas las armas que voy tras él. –Gritó Joy y se puso rápidamente en movimiento.
Lupe tardó unos segundos en reponerse del ataque y luego corrió hacia los cuerpos humeantes por el fuego de sus armas. La frenó un olor nauseabundo, mezcla de pólvora, sangre y fuego. Caminó despacio entre los cuerpos con su arma en la mano, lista y con la punta de una de sus botas comenzó a requisar los cuerpos. Dos de ellos estaban tan desfigurados que le costó reconocer que eran hombres. Sus cuerpos estaban mutilados por las ráfagas de metralla. Cuerpos incompletos, pensó, rotos.
De los primeros cuerpos separó dos fusiles a repetición de la Guerra del Golfo, con miras telescópicas. Antiguos e inservibles. Del tercero y el cuarto, nada. Apenas pudo distinguir entre el amasijo de carne carbonizada y manchas de sangre cada vez más oscura, las cabezas y los troncos de dos hombres corpulentos. Una fuerte repulsión le causó descubrir el gesto de dientes apretados bajo el pasamontaña desgarrado de uno de ellos. Volvía sobre sus pasos cuando la sorprendió el cuerpo de otro combatiente muerto que no había visto. Se acercó. El cuerpo estaba entero, boca arriba. Tenía los ojos entreabiertos y un grueso hilo de sangre se secaba sobre el mentón. Se detuvo a mirarlo. El cuerpo emanaba un olor distinto a los otros. No pudo distinguirlo y se agachó sobre el cuerpo. En ese mismo instante el recuerdo de un sueño le nubló la vista. Por un brevísimo instante el ruido  a copas y otro olor la invadió. Abrió grande los ojos y suspiró. Apoyó la mano libre sobre la cara y el contacto áspero con la piel la excitó profundamente. Se agitó, y de pronto tuvo miedo de ser descubierta por Joy cuando sin darse cuenta se llevaba la mano ensangrentada a la boca. Se paró velozmente y miró a su alrededor. El silencio era de una espesura desconocida y experimentó una enorme soledad como nunca antes. Joy no estaba, no había regresado de su cacería. Entonces, dejó a un lado el arma y se agachó nuevamente sobre el cuerpo. Lo tocó con ambas manos y cerró los ojos para olerlo con detenimiento. Palpó su cuello, sus hombros, su vientre agujereado. Se enredó en unos botones y abrió los pantalones. Con torpeza y apuro buscó el misterio de su sexo. Agarrándolo con su mano izquierda, buscó con la otra en su cintura el cuchillo de supervivencia, y cuando se disponía a repetir el antiguo ritual, se arrodilló y se lo metió en la boca.


5
Al cerrarse las puertas tras su espalda, dejaba atrás semanas de miedo, angustia y ansiedad. Un suave hormigueo crecía desde su interior trayéndole nuevas palpitaciones. Respiró un par de veces para tranquilizarse. El lugar era tal cual como le habían informado: un centro avanzado en política reproductiva oficial. Por él, o por otro similar ubicado a 175 kilómetros al norte de la región, debían presentarse al menos una vez en la vida, todas las mujeres entre 16 y 38 años. Debían pasar, según la disposición oficial, a realizarse el Chequeo Oficial de Reproducción que demoraba toda una jornada. Al finalizar los estudios, cada mujer de entre 16 y 38 años se sentaba frente a un monitor y recibía los resultados. Al final del mismo –si estaba apta- la mujer llenaba una ficha de “reproducción al modo antiguo” que consistía en cargar la niña concebida por inseminación artificial en el vientre de la mujer o, donar los óvulos para las nuevas y prometedoras investigaciones sobre gestaciones body out.
Lupe seguía asustada. Acababa de cumplir 27 años y una enorme fuerza, salvaje le había dicho a Joy, la había llevado al centro reproductivo. Llenó los últimos cuestionarios con dificultad debido a los nervios y esperó en un largo y pulcro pasillo a ser llamada. De a poco se fue calmando.
Media hora después y luego de haber escuchado su nombre, caminaba hacia el Núcleo Reproductivo: un cuarto perfectamente blanco en donde la acostarían en una camilla y la pondrían a dormir durante unos cuantos minutos. En ese lapso, dos especialistas le inocularían un espermatozoide criado y elegido del banco de genética oficial. Si todo marchara bien, al cabo de dos horas podría regresar a su casa con una licencia extraordinaria.
-Relájese, todo va ir bien- fue lo último que escuchó cuando una delicada doctora le acercó la mascarilla con la anestesia. Escuchaba una antigua melodía con profundo placer cuando de golpe sintió que la tomaban de un hombro. Sonrió, pero el apretón aumentó y comenzaron a tironearla. Intentó despertar pero no pudo. El tirón se hizo más fuerte y entonces comenzó a escuchar voces. Alguien le hablaba, pero no comprendía. Trató de incorporarse y un gesto de disgusto se dibujó en su cara. No lograba comprender qué le decían. De pronto, y con un esfuerzo enorme abrió los ojos, se sacudió en la camilla y dos hombres, dos rostros de hombre continuaban jalándola por los hombros. Le hablaban sin que ella pudiera comprender. Se esforzó aún más hasta que un fuerte alarido la sacó del sueño.


6
Estuvo todo el día en silencio, metida en sus pensamientos, taciturna. Ni siquiera los besos y caricias de Joy lograron quitarle ese aire melancólico que cubría sus ojos.
-No es nada –había dicho un par de veces ante las preguntas de su compañera. Joy la miraba extrañada.
Al finalizar la segunda alimentación del día subieron por la escalerilla y revisaron los radares del exterior. Cumplían con la rutina que les habían asignado hacía algo más de un año cuando pasaron de las oficinas centrales al puesto de frontera. Estaba todo en orden y en calma: limpia la zona de seguridad y limpia la zona intermedia. Tres semanas habían pasado del enfrentamiento. Algo más de dos, desde que la patrulla pasó a llevarse los cuerpos y las armas encontradas. Tres semanas ya, pensó Lupe, y el mismo sabor en la boca.
Al finalizar la recorrida que había propuesto Lupe, se besaron con ansiedad, como hacía largo tiempo que no ocurría. Luego, regresaron tomadas de la mano, en silencio.
A la mañana siguiente Lupe habló de su madre que había muerto recientemente. Habló también de su abuela y de otras mujeres que habitaban el territorio de sus recuerdos. Habló mucho, como si recuperase el tiempo silenciado en los días pasados.
-Quiero ver las fotos.
-Están en tu equipo –respondió Joy detrás de unas máquinas, preparando café –como siempre.
-No, esas no. Quiero ver los archivos, las fotos antiguas… Joy dejó los preparativos y la miró con atención, se mantuvo en silencio unos segundos. Lupe la interrogaba con la mirada.
-¿Cuál archivo querés ver? –preguntó Joy algo inquieta por lo desconocido de la situación. Tenía apenas dos años más y prácticamente la misma experiencia en la fuerza. Habían cursado en los mismos institutos, vivían en los mismos barrios.
-¿Qué archivo? –repitió.
-El mío. Mí archivo ancestral. Quiero ver la foto del último hombre; saber cómo era el último hombre de mi familia.




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