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Paz, pan y trabajo


Cuando finalmente aceptó que su derrotero acabaría mal, sintió una leve sensación de paz. Una mezcla rara, entre tristeza, paz y desahogo. Paz por él, y libertad.

Se acomodó el pelo hacia atrás para correrlo de los ojos y optó por no afeitarse. Llevaba más de una semana sin hacerlo. Ya lo haría, pensó, ya tendré tiempo para eso. Terminó de vestirse y se calzó las zapatillas. Se miró un rato los pies y se dijo que era hora de comprarse un par nuevo. Nada del otro mundo, pensó, pero nuevas. No iría a la feria, no. Esta vez, con la plata en la mano, iría al Dexter de avenida Sáenz una vez terminado el trabajo.

Ya había hecho una parte. La más difícil. Había aguantado el miedo y un par de cachetadas. Había aguantado que le patearan primero la puerta de casa y luego la mesa que le había dejado su padre. Se había aguantado las amenazas y no había hablado. Y eso, hoy, lo pone orgulloso. Ahora debía salir tranquilo sin levantar sospecha para ir derechito a buscar el paquete, desenterrarlo y hacer la entrega. 

Resultado de imagen para distefano escultor J.C. Distefano

Después se volvería para la casa. Pero antes compraría unos regalos, compraría unas chapas nuevas para el techo y se compraría las zapatillas. Unas zapatillas con aire como las que usan los pibes más picantes. Algunas de esas, pensó.

Una vez listo sale. Camina derechito casi sin mirar a los costados. Cuando llega a la avenida se pone la visera y se mete en la parada del 46. Espera un rato algo impaciente y sube. Son apenas unas cuadras pero lo toma más que nada para despistar. Cuando se acerca a la fábrica baja con un grupo de obreros y se dirige hacia el río. El camino de sirga ha complicado las cosas. Sin embargo, a un par de metros el pasto está más alto y un poco más adelante se empieza a acumular basura. Casi a orillas del río y detrás de un montón de escombros y bolsas que huelen a podrido por los animales muertos que se fueron juntando aparece la marca. Se apura y ve que hay dos velas encendidas. Se asusta pero no ve a nadie. Espera un rato como si estuviera orándole al Gauchito y espía para un lado y para otro. 

Cuando toma coraje levanta con fuerza la ermita y con una pequeña pala que traía en la mochila comienza a cavar. Enseguida choca con los plásticos de la bolsa. El paquete debe tener un poco menos de treinta centímetros por diez. Casi del tamaño de un ladrillo. Se apura y lo mete en la mochila junto con la pala. Vuelve a colocar la ermita en su lugar y trata de arreglar el lugar. Enciende las velas y se sienta a contemplar el trabajo. Le reza al Gauchito y después se va.   

Regresa por el mismo camino hasta la avenida y ahí se toma otro colectivo. Ahora sí viaja un buen rato, se sienta pegado a la ventanilla y se baja en otra parte del mismo río. Es un ir y venir de gente, changarines y carros. Es día de feria y si bien hay policías, esto lo tranquiliza. Mira con cuidado a su alrededor y avanza por la avenida. Camina por una calle asfaltada y cuando cruza el primer arrollo los olores cambian, se espesan. Cruza y dobla hacia la izquierda sobre un sendero que se abre entre los yuyos. El barrio está salpicado de casas bajas, algunas más o menos precarias. Quince minutos de caminata y llega a un barrio. Entra por un pasillo y a los quince metros aparece una reja. Golpea las palmas y una mujer que nunca verá pregunta qué pasa. Busco al Tito. Vengo de parte de Don Paulo
Ahí va, responde la mujer. Al instante escucha y ve correr a un chico que viene hacia él. El chico no tiene más de 9 años y tiene puesta una máscara de Piñón Fijo. Dame el paquete, dice el chico y mete la mano por la reja alcanzándole una bolsa. Dale al pibe, dale al pibe dice la mujer y entonces saca el paquete de la mochila y se lo pasa entre los barrotes. El chico lo agarra y se vuelve corriendo. Él abre la bolsa y cuenta cinco rollos de billetes. Agarra uno y se lo guarda en el pantalón. Es lo acordado. Sale. Ya tiene hecho más de la mitad del laburo. Sube al 28 y regresa por la ribera hasta Valentín Alsina. Baja un par de cuadras antes del puente y espera. El mensaje que había recibido le indicaba esperar a un auto, gris, un Toyota que pasaría a buscar la plata.

Ya está. Es un rato más y listo. Camina un rato y se para en la esquina. Se mira de nuevo las zapatillas y sonríe. Ahora me cruzo para la capital y me compro una con aire, piensa y sonríe mientras comienza a atardecer. Mira el celular y consulta los mensajes, no tiene nada y cuando lo guarda en el bolsillo del pantalón escucha que un auto se acerca. Es un Toyota y de pronto se asusta. Está nervioso. En el auto que avanza lento hay dos personas que no alcanza a ver con claridad porque acaban de encender las luces altas y su sombra se estira sobre las persianas de un galpón. El auto se detiene a su lado y el corazón quiere escapársele por la boca. Tiembla y se pregunta por qué está ahí. 

El acompañante, un hombre con una gorra negra baja la ventanilla. La guita, dame la guita, le dice mientras estira la mano hacia la bolsa. La abre y mira su interior. Después saluda con cabeceo y el auto aumenta un poco la velocidad para perderse en la avenida.

Listo, suspira y cuando avanza hacia el Puente Alsina escucha la sirena de un patrullero. Se apura y no logra ver de dónde viene el sonido. Ahora el sonido crece y son dos móviles que vienen a toda velocidad y toman la avenida por donde se acaba de ir el Toyota. Mete las manos en los bolsillos delanteros del pantalón y apura el paso. Respira, hincha los pulmones una, dos veces. Las sirenas lo aturden, se sobresalta y cree escuchar un disparo.

Sabe, sabe más que nunca que acabará mal. Acabará mal, piensa, esto acabará mal y se apura a cruzar el puente que da a Sáenz y busca las zapatillas.    

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