Acá van un par de relatos breves que formarán parte de algo más grande, llamado Habitantes de la noche...
Que toda
la maldita mandanga que se había tomado desde sus más descarriada adolescencia
le había dejado secuelas, no había duda. O al menos, eso es lo que parecía cada
vez que se quedaba con los ojos en blanco y le temblaba el labio superior.
Tardaba unos instantes en continuar hablando y enseguida meneaba la cabeza para
afirmar cosas que hasta un segundo atrás había negado. Así era el Negro, un
tipo entrañable.
La existencia en rock, tal como nos gustaba decir por aquellos
años, lo había puesto al borde del nock out. Entonces para explicarse y no ahuyentar
al ocasional interlocutor, explicaba, que se me borran las palabras, se van… como si
en la última vez que me pegué una biaba de aquellas… esa última vez, me hubiera
tomado el bichito ese… ese bichito amarillo, ese del pac man que me va comiendo
las palabras… como si mi cerebro fuera una especie de laberinto, ¿viste? Y el
bichito ahí, meta comerme las palabras… ¿Vos jugabas al pac man de chico?
Bueno, yo tampoco. Y eso que mis viejos se empeñaban en ir a Mar del Plata, la…
De
pronto un siseo, luego el silencio y el Negro hace un esfuerzo enorme para
continuar hablando, un esfuerzo que se expresa en sus ojos y luego la mirada se
va perdiendo…
¡Me encantaba el pac man! Siempre
en Córdoba con mis primas… retomaba.
Y de
vuelta, volvía a quedarse en blanco y las palabras que no salían parecían
amontonársele en la boca bajo el labio que comenzaba a temblar. El Negro,
sacudía la cabeza cuando lograba recuperar el control. Dibujaba una sonrisa y
simulaba un par de veces un solo de guitarra. Entonces sabíamos que se
terminaba, que se había cansado. Se ponía de pie y sonriendo encendía un
cigarrillo para solo escuchar al mozo decir que no se podía fumar.
Entonces
sí, intentaba guiñarnos un ojo. Otra que
Keith Richards tiraba a modo de despedida. Y lo veíamos irse caminando
entre la gente.
***
Se había
vuelto vegana en un verano que estuvo a punto de pegarse una sobredosis de
hongos, porro y algo parecido a la merca, pero barata, mucho más barata.
Aquel
verano había decidido que sería más libre y en los atardeceres, caminaba
desnuda por la playa cubierta apenas por uno de esos pañuelos batik comprados
en la frontera. Le gustaba sentir el viento y la arena en la piel; el frío del
mar al jugar en la orilla, mirarse la piel erizada a contraluz mientras el sol
se ocultaba... Había jurado ser libre y
cagarse en el sistema. Aquella noche, vísperas de Lemanjá, bailamos hasta el
amanecer alimentando con cajones de fruta el fogón y las febriles historias,
casi adolescentes, cargadas de futuro. Esperamos entre besos y siestas la llegada de los primeros umbandas
con flores y barcas de tergopol.
Pasamos
el día en un ir y venir por la playa olvidándonos del hambre, hipnotizados por
los tambores y el sol. Había conseguido un buen faso en el cruce y las botellas
de vodka se fueron acumulando alrededor de la carpa. La procesión acabó y solo
quedaron algunas velas encendidas enterradas en la arena. Cuando el sol
clareaba otra vez sobre el mar, corrió hasta el bosque riéndose. La seguí
excitado. Me llevó un tiempo encontrarla. El pasto estaba alto y la mano del
hombre ausente desde hacía años. Estaba de espaldas, en cuclillas, comiendo.
¿Qué hacés?
¿No ves? ¿Son hongos? Sabía que
iba a encontrarlos…
Después
nos fuimos al mar a recibir al sol.
Nos
dormimos antes de entrar en la carpa y cuando por la tarde volvimos al bosque a
buscar la ropa me contó de la promesa que le había hecho a una vaca.
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