El sol
todavía brillaba sobre algunos vidrios de los edificios más altos de Palermo
cuando terminó la cerveza y arrojó la lata vacía contra uno de los tres cestos
de basura que había en la vereda. Y no supo si fue el sonido metálico de la lata
o el gesto con la mano extendida que le trajo a la mente el instante en que había
abandonado su casa. Viejas historias casi olvidadas se aparecieron de pronto
como un nubarrón en medio de la tarde… Se le ensombreció la cara y un gesto aún
más duro que el habitual la acompañó mientras caminaba los cincuenta metros que
la separaban de la entrada.
Apenas
saludó con un gesto de cabeza al gigante de la puerta y se dirigió sin
detenerse ante los saludos hacia el fondo del salón, a los camarines.
Abrió la
puerta pintada con una estrella roja y de golpe la envolvió un olor a perfumes
conocidos. Mezclas de inciensos, fragancias florales y porro. Un par de
botellas semivacías sobre una mesa y el parloteo de las integrantes de la banda
la trajo de nuevo al presente y una pequeña euforia creció desde su interior.
Agarró la guitarra que estaba sobre un sillón y ensayó un par de riffs, sin
enchufar.
Cuando
el murmullo mutó en susurro y el susurro que permeaba la puerta de los
camarines, fue creciendo y se transformó en aullidos y los aullidos hicieron
temblar el suelo, se cayeron tres botellas de cervezas de una de las mesas que
estaban frente a la barra. La camarera de azul que estaba a medio metro de la
mesa no logró atajarlas y ahora juntaba los vidrios desparramados por el suelo.
Entonces, Benja, uno de los nuevos asistentes de la banda, entró al camarín a
llamarlas:
¿Vamos?
Y las
chicas salieron. Una detrás de otra, en fila india y con los instrumentos en la
mano.
Cruzaron
las miradas y con una leve sonrisa, apenas perceptible, hicieron sonar los
primeros acordes, veloces, casi salvajes en la oscuridad del escenario. Cuando
las luces blancas, cenitales, se prendieron sobre sus cabezas, plantadas en el
centro del escenario, comenzaron a sonar como una máquina vestal de Rock.
***
La
comedia del arte empezó en Italia durante el siglo XVI y rápidamente se
expandió por toda Europa. Era un teatro lleno de improvisaciones, burlesco, con
personajes cómicos divididos entre buenos y malos, amos y sirvientes. Hasta
allí, sostienen algunos historiadores del arte, habría que ir para rastrear el
origen del clown.
Pero tal
vez haya sido en Inglaterra, hacia 1768 cuando aparece –para muchos- la primer
actuación de clown. El acto transcurría bajo las lonas de un circo y consistía
en la historia de un sastre que debía montar un caballo para viajar a otra
ciudad, pero ¡tenía tantas dificultades para subir al caballo que terminaba
siempre en el suelo!
La
primera mujer clown fue Amelia Butler. En 1858 estuvo de gira con el espectáculo
Nixons Great American Circus por los EEUU. No era especialmente atractiva pero
encandilaba con su arte.
Además
de las eruditas notas precedentes, podemos agregar que tanto en las cortes
egipcias –en donde eunucos nubios de pieles cobrizas servían en diferentes
faenas a príncipes y princesas, como en los palacios de Grecia y luego en la
Roma Imperial en donde decenas de enanos, bufones y payasos de todo tipo se
ganaban el plato de comida y el derecho a vivir en palacio divirtiendo a los
cortesanos, existieron artistas que a través de las expresiones de su cara y
con plásticos movimientos corporales suplieron a las palabras en el arte de
contar historias.
Pero
nada de todo esto sabía Ramona la tarde aquella en que descubrió emocionada la
belleza del clown. Ramona tenía 16 años y andaba en la calle. Llevaba meses
escapándole a la policía y a las banditas de pibitos enceguecidos por el paco y
el alcohol. Ramona, que había sobrevivido a su casa y a su padrastro, llegó una
tarde de agosto hasta las puertas del Roxi. Mendigó en la puerta unas monedas y
luego de una hora, una entrada. El flaco de la puerta simuló distraerse en una
conversación y ella entró. Enorme fue la sorpresa que estalló ante sus ojos y
grande la alegría que regresó a ella, tan lenta como implacablemente.
Primero
fueron las luces que la encandilaron haciéndola trastabillar. Tuvo que apoyarse
contra una pared sin poder dejar de mirar el escenario en donde una payasa
vestida con cientos de lentejuelas y un gorro extremadamente ridículo intentaba
juntar una serie de pelotas de colores. Agarraba una y al colocarla en un pequeño
cesto, se caía otra y así estuvo un buen rato ante la risa del público. Ramona,
pegada a una de las paredes se fue deslizando lentamente hasta quedar delante
de todos y enseguida se sentó entre unos chicos que no paraban de saltar y reír.
En un
santiamén y sin saber cómo, las pelotas saltaron del piso hacia la canasta. La
payasa sonrió, hizo una reverencia y comenzó a realizar malabares mientras
movía sus enormes zapatos colorados, marcando el ritmo de los aplausos. Y
cuando estaba por finalizar el espectáculo, miró hacia el público y la llamó a
Ramona, señalándola con el dedo. Ella se asustó y se echó hacia atrás pero la
mujer payaso fue a buscarla y la llevó al escenario simulando hacer una fuerza
enorme ante la sonrisa vergonzosa de Ramona. Una vez sobre las tablas, le
indicó que se parase con los brazos abiertos. La payasa tomó un lápiz labial,
le pintó los labios y le dibujó un corazón en una de las mejillas. Después tomó
distancia y comenzó a lanzarle sombreros que fue ensartando en su cabeza y
manos.
Y
entonces sí, Ramona recordó qué era esa sensación que le venía de adentro. Muy
adentro. Esa especie de cosquillas tibias que estaban olvidadas crecieron en
ella y la desbordó en sonrisas y lágrimas.
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