Algunas noches en donde
el sueño se resiste a llegar, recuerdo con cierto cariño la imagen de mis
primeros libros ordenados en estantes de tablas y latas de nesquik. Dos tablas apenas y todo adentro de un placard. Así,
escondida, nació mi biblioteca. Y la biblioteca creció y creció como lo
hicieron los primeros poblados de las viejas urbes medievales y como lo siguen
haciendo los barrios populares de nuestra América: amontonados y en desorden,
como una de las tantas formas del amor. Y luego que la realidad material se
impusiera, tuve que abrir caminos y ordenar para poder llegar a esos mundos
buscados. Y eso funcionó durante unos años, pero como todo tiene su fin, poco a
poco los libros fueron desbordando los límites marcados y se expandieron a
otras paredes y otros muebles. Así fueron naciendo nuevos estantes de maderas
lustrosas y coloradas frutos de amores diversos, propios y ajenos. Y cuando el
asunto parecía irse de madre, mi compañera de entonces decidió la clasificación del animal.
Tres o cuatro días completos de un verano tórrido y a fuerza de tereré y
ventilador alcanzaron para armar inventario e informatizar la biblioteca.
Entonces creí que la bestia había sido domada. Pero no. Bastaron unos meses
para que el movimiento lento de los libros y nuevas lecturas brotara como el
magma entre las placas tectónicas. Y así fue como una tarde lluviosa de julio o
agosto cuando paseaba mis ojos y dedos por estantes y lomos, encontré algunos
cambios: la bestia había perdido un par de dientes pero también descubrí pelaje
nuevo. Los Onetti y Bukowski estaban a salvo, compartían algún lomo con Saer y alguno de mis libritos. Respiraba
profundo exhalando vitalidad. Con entusiasmo comprobé que le había crecido un
par de Gabriela Cabezón Cámara, una Carson Mc Cullers, un Ragendorfer, un
librito de política y otro de historia… Me acerqué un poco y casi apoyando una
de las orejas escuché un ronroneo o era el murmullo del mar, algo parecido al
sonido de las hojas de un libro cuando las mueve el viento… no sé, pero la
sentí respirar y moverse lento, lento…
Heráclito de Éfeso Jorge Luís Borges Heráclito camina por la tarde De Éfeso. La tarde lo ha dejado, Sin que su voluntad lo decidiera, En el margen de un río silencioso Cuyo destino y cuyo nombre ignora, Hay un Jano de piedra y unos álamos. Se mira en el espejo fugitivo Y descubre y trabaja la sentencia Que las generaciones de los hombres No dejarán caer. Su voz declara: “Nadie baja dos veces a las aguas Del mismo río” . Se detiene. Siente Con el asombro de un horror sagrado Que él también es un río y una fuga. Quiere recuperar esa mañana Y su noche y la víspera. No puede. Repite la sentencia. La ve impresa En futuros y claros caracteres En una página de Burnet. Heráclito no sabe griego. Jano, Dios de las puertas, es un dios latino. Heráclito no tiene ayer ni ahora. Es un mero artificio que ha soñado Un hombre gris a orillas del Red Cedar, Un hombre que entreteje endecasílabos Para no pensar tanto en Buenos Aires Y en los rostro...
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