Luego de asegurarse que todos sus compañeros habían
logrado salir de la encerrona, corrió con todas sus fuerzas hacia la avenida
Libertador. Era algo más de cien metros, lo sabía, lo habían planificado. Sin
embargo ahora le parecía una distancia infinita. Corría al ritmo de su corazón,
corría a más no poder. Había vaciado la mochila contra uno de los autos de la
maldita oligarquía asesina de animales pero en la huída la mochila comenzaba a
pesarle, a molestarle y pensó en tirarla por ahí, entre los árboles de la plaza.
Pero se arrepiente, sabe que si la encuentra la policía está listo, lo agarran
en un par de días. Entonces corre, corre y por un instante está a punto de
suplicar, de pedirle a Dios que no lo atrapen, que no le exploté el corazón.
Pero se controla, intenta calmarse. A sus espaldas ha dejado un pequeño
infierno de fuegos, gritos y sirenas policiales que en pocos minutos los
portales de los principales diarios titularían con letras catástrofes: Vándalos
atacan la Sede de la Sociedad Rural en Palermo.
Agustín corre,
corre. Agustín, el lobo, corre y piensa en sus hermanos, piensa en la Sole que
dio su vida en Italia por la vida del planeta, de las plantas y los animales…
Agustín corre y mientras corre comienza a llorar… llora por la injusticia,
llora porque sabe, siente que su lucha es infinita, es total. Si ganan salvan
no solo a los animales, no. Salvan al mundo, porque si logran hacer entender
que la vida de todos los animales es igual de sagrada que la vida de cualquier
hombre o mujer, el mundo está salvado…
¡Sole!
Grita en su carrera enloquecida. ¡Sole!
Nunca te olvidaremos. Casi tropieza
con unos chicos que juegan al futbol. Agustín frena y con un movimiento veloz
se quita la mochila y el buzo que lo ahoga. Cruza la ancha avenida llenando los
pulmones de aire porque ya no puede más y trata de escuchar –porque no se
anima, porque no puede darse vuelta- quiere escuchar si la policía lo sigue, algún
murmullo, alguna sirena. Pero no escucha nada, nada extraño. Solo los gritos de
los chicos que continúan jugando al fútbol y lejos, muy a lo lejos una sirena. Entonces
frena de a poco su carrera. Camina y cuando está llegando a República de la
India, respira profundo, cuenta mentalmente hasta tres y da media vuelta. Nada.
Nada, no hay nada que temer. Ningún policía lo sigue. Una parejita de adolescentes
de la mano que no para de besuquearse y una vieja que avanza apoyada en su
carrito de las compras están detrás. No hay policías. Nadie lo persigue, nadie.
Y mientras Agustín se seca la transpiración que cae de su frente sonríe y
piensa en volver en subte, como si fuera un topo por debajo de la tierra. La
Madre Tierra.
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