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Espera

Tomo uno de los lápices de la lata y anoto. Anoto que escribo con un lápiz negro que estaba metido en una lata de conserva. Una lata de arvejas que abrí y gasté ayer. Una lata que escurrí y lavé para poder guardar mis lápices. Los lápices que fueron a compararme al centro y que me trajeron en una bolsa junto con un volumen de cuentos, una antología del cuento policial argentino y un cuaderno naranja, Gloria. Al principio la punta del lápiz raspa la hoja, luego y a medida que avanzo, el trazo se desliza con mayor suavidad, sin perder la firmeza del negro. Siempre escribo con lápiz negro.

Voy hasta el baño y me miro en el pequeño espejo clavado en la pared. Estoy más grande. Las batallas se acumulan en la cara, en el cuerpo. Los ojos son un espejo del alma, escuché alguna vez y mi cuerpo se convirtió en un campo de batallas. Mil batallas atravesé. Mil, escribo y circulo una y cien veces la palabra mil hasta romper la hoja. Mil batallas.

Aprieto el lápiz y anoto:

El ataque a la comisaria, el viaje al norte en busca del asesino aquel, esconderse en la montaña… Mil batallas… El ardor en las manos. Un hombre con fe es peligroso.
Y ahora Marina, Marina.
Mil batallas, y ahora una más.     

***
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Lucien Freud

Los días han transcurridos con una monotonía ostensible de calor y humedad creciente. Humedad que Martín creía anunciadora de lluvias y tormentas, de crecidas y camalotes con víboras en las márgenes del Paraná. Casi diez días calculaba Martín de su llegada a Goya, su encierro y lenta recuperación del cuerpo. No ha sido penoso – piensa, aunque sabe que falta todavía. Pero se siente con fuerzas y ánimo rejuvenecido. Ha salido a caminar por el vecindario durante las tardes. Llegó hasta el río una mañana rosada y creyó descubrir los saltos del dorado con vigorosidad envidiable. Ha podido tomar algunos mates en los últimos días y eso le dibujó una sonrisa casi completa ganándole terreno a la parálisis.


De apoco, dejó de jugar con la pistola y se olvidó de los caracoles cuando abrió la ventana y dejó entrar al sol. Ordenó los libros y juntó los papeles que había comenzado a garabatear.  Se animó a salir cuando las vecinas charlaban en las tardecitas bajo a la sombra de los árboles y la frescura del tereré.  El influjo de sus voces lo arrancaba del catre a la calle, al perfume de la tierra y las plantas silvestres, a la belleza de sus pies descalzos y la risa pícara. Lo invadía una energía terrible, hinchaba sus pulmones de aire y Martín sonreía contento, feliz.   

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