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Presente (fragmentos de una novela inconclusa)


La parálisis izquierda me recorre parte del cuerpo; desde la cara hasta el brazo. Por momentos es un hormigueo irritante y otras tantas, como un calambre frío. No puedo matear. Parezco un idiota chorreándome y ando por hábito, por costumbre con el mate de un lado a otro, cambiando la yerba, calentando el agua.  Intento tomar. Tampoco puedo fumar. Pero eso es otra cosa, porque ando con el cigarro en la mano, lo enciendo y miro como el humo crece despacio. Es otra cosa.

Llegamos a Goya luego de ir subiendo por el Uruguay intentando cruzar para el Brasil. Como la suerte se había vuelto esquiva nos internamos hacia el este buscando cierta calma, guarecernos de la tormenta que habíamos desatado. En eso estábamos cuando el accidente me tumbó del árbol. Desperté un par de horas más tarde sin comprender que había pasado.  Me encontraba en una salita de hospital con una enfermera que no dejaba de preguntarme cómo me sentía.
Así estuve un par de días hasta que decidimos que no podía seguir en el hospital y mis compañeros me trajeron acá, en las afueras de Goya. A esperar.

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Ahora estoy solo. Hace tres días… ¿tres? Que estoy solo. Algunos papeles, lapiceras, el mate… Comida, un par de libros que trajeron del pueblo y una pistola corta, otra, nueva.
El encierro involuntario, impensado me lleva insistentemente al pasado, al pasado reciente. Pienso una y otra vez en qué nos equivocamos. Sí fue la ansiedad, un análisis mal hecho o los malditos años.  Entonces  recordé, casi repentinamente, como en una revelación, una frase que había leído hacía una punta de años. La frase del Viejo que  llamaba a meter en la misma bolsa a los cristianos, a los freudianos, a los marxistas y a los patriotas. Todos los que tuvieran fe, no importa en qué. Todos en la misma bolsa, porque los que tenemos fe en algo somos iguales. El Viejo agregaba que la fe nos lleva a la acción. Y finalmente sentenciaba que un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre.  


Las horas en el encierro crecen con  lentitud  y de manera implacable. Se estiran como los caracoles que entraron por el agujero del techo y bajan despacio todos los días un poco más. Yo los miro desde acá. Trato de moverme, ejercito con el brazo derecho. Muevo el hombro, empuño la pistola y juego que reviento los caracoles a tiros. Camino. Camino en círculos con la pistola en la cintura y el mate en la mano derecha. Camino hasta quedar rendido y cuando el calor se hace insoportable me tiro en el catre a escuchar las voces del vecindario. Cuando cae el sol las mujeres se juntan y no paran de hablar, de reír, mientras los críos corren y trepan a los árboles. Yo no los veo, los escucho desde mi rancho. Escucho y trato de descifrar las palabras, sonrío ante mis éxitos y la picardía femenina. Me dejo llevar por esas voces de selva, de perfumes de agua  hasta quedar dormido y soñar, soñarme en la tierra sin mal.  

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