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En San Irineo


Siempre que salía de ahí, la noche se llenaba de luces.
Cada vez que íbamos a su departamento de la calle San Irineo, Eva, desempolvaba sus polvitos mágicos y el tiempo se detenía.

Le gustaba vestir soleros en primavera, dejaba sus hombros al aire y sumaba flores a las flores. Preparaba café y ponía una y otra vez el unplugged de Nirvana.


Después me besaba y nos tumbábamos en su cama de una plaza que daba hacia un ventanal.  Ella me enseñó que el tejido con el que nos cubríamos después del amor se llamaba crochet y que el agua del Pacífico era más fría, pero igual de salada que nuestro sudor… 

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