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La flor del hibisco

Una fauna algo alterada lo sacó del ensueño. Se soñaba entre grandes cubos grises y espejados que multiplicaban su rostro extrañado hasta el infinito. Deambulaba perdido, al borde del llanto bajo ráfagas de luces multicolores… El griterío nervioso lo rescató de la trampa de cemento y ciudad, palabras desconocidas que retumbaban en el fondo de su cabeza. Se tambaleó en la penumbra y echó maquinalmente unas ramas secas para reavivar el fuego. Desde afuera entraba el frío matinal, pero cierta textura en el aire lo llevó a fruncir la nariz un par de veces. Se rascó la cabeza y salió despacio. Aún algo dormido observó correr a los animales. Sobre la cueva sobrevolaban pequeñas grupos de aves. Todos parecían huir.

Algo se avecinaba. Lo sentía en el aire que llegaba hasta su piel produciéndole escalofríos. Ahora lo podía sentir bajo los pies, en el temblor tímido de la tierra.

Regresó al interior. Comenzó a levantar sus herramientas y las trasladó hacia el interior profundo de la grieta en la piedra. Se ayudó con una antorcha que espantó sabandijas y despertó viejos olores. Buscó un espacio apropiado sobre una pendiente y armó una pequeña fogata que fue alimentando poco a poco. La cercó con nuevas piedras que fueron perdiendo el sueño de la humedad y le echó algunos frutos y hojas aromáticas como le habían enseñada que había que hacer cada vez que se habitada un lugar nuevo.

Una vez terminado el ritual comenzó a trasladar las pieles que servían de jergón, algunos restos de comida y frutos secos. Llevó también un recipiente irregular que había moldeado con una pasta que se forma en la orilla de algunos ríos. Allí trasladaba a veces el agua o ponía la comida.

Una vez concluida la mudanza regresó hasta la boca de la cueva. En el camino se colocó nuevos abrigos y tomo un raspador y la mejor de sus lanzas con punta de obsidiana. Se ató un pedazo de cuero sobre la cabeza y se sentó a esperar.


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