El primer
día estuvo muy bueno. Armamos la carpa, fuimos al centro y los chicos
conocieron a sus primeros amigos. El segundo día, mejor aún. Nos despertamos
con el sol dentro de la carpa a eso de las ocho. Hicimos un poco de fiaca y nos
levantamos a preparar el desayuno. Después, cuando llegó el bañero y habilitó
la pileta, corrimos a zambullirnos en el frío de la mañana.
Sin
embargo, cuando menos lo esperábamos, el cielo se cubrió de nubes. Un zumbido
extraño cayó de golpe sobre los desprevenidos bañistas que estábamos
asoleándonos al borde de la pileta y empuñando un toallón alcancé a mantenerme
a salvo de unos extraños y hostiles insectos voladores. Los chicos gritaban y los
más pequeños habían comenzado a llorar. Algunas mujeres también. No habíamos terminado
de recuperarnos de los insectos y sus pequeños y dolorosos tarascones cuando el
bañista, que apretaba una toalla contra uno de sus brazos ensangrentados,
comenzó a saltar como un mono gritando para que saliéramos rápido de la pileta.
Llamé a mis hijos en medio de una desbandada general. Pilar apareció enseguida
y la envolví con el toallón que me había servido de arma y escudo. No tenía
ningún rasguño. Facundo apareció segundos más tarde despeinado y con una pierna
lastimada. Asustado alcanzó a decirme que no encontraba las ojotas. Lo agarré
de la mano y corrimos hacia la salida. Pero un fuerte viento nos tomó por
sorpresa y comenzó a arrojar las sillas de plástico y las sombrillas contra la
gente que se apiñaba en la entrada de la pileta. Una sombrilla de Bagohepat golpeó a un hombre en la
espalda y lo tiró a la pileta. (Al día siguiente nos enteramos que no habían
podido sacarlo y aún hoy, casi tres días después lo siguen buscando.)
No sé cuánto
tiempo estuvimos escondidos detrás de un pequeño galpón viendo volar ramas, sillas,
algunas bicicletas y una mujer que fue seguramente embolsada por el viento, pasó
golpeando las copas de los árboles. (Tenía puesto una especie de batón o salida
de baño de color amarillo, estaba muy despeinada.) No creo que hayan sido ni diez
minutos, pero fueron tremendos minutos. Pilar había comenzado a llorar porque conocía
a la mujer de los árboles. Facundo, algo más tranquilo, cortó un pedazo de
toallón y se lo ató en la pierna –pensé que quería imitar a la Brujita Verón- pero lo hizo para frenar
la hemorragia. Cuando creímos que el viento aflojaba, corrimos hacia la carpa
teniendo mucho cuidado de no caernos en el barro. El panorama era desolador:
faroles caídos, asados rodando por el suelo, techos faltantes en las cabañas,
botellas de cervezas desparramadas y carpas desaparecidas. Zigzagueando los
obstáculos, esquivando los sapos que huían de la laguna y buscaban refugio en
los baños, nos fuimos hasta donde habíamos armado la carpa. En eso estábamos
cuando algunas señoras comenzaron a gritar que eso era una vergüenza y qué así
no se podía estar. Entonces dos muchachos y yo nos ofrecimos a entrar al baño
de damas para echar a los batracios, pero un grupito ferviente de feministas se
opuso a la intromisión masculina. Los muchachos y yo nos despedimos en silencio
haciendo caras pero con cuidado de no ser descubiertos. Agarré a los chicos de
la mano y seguimos hacia nuestra parcela justo cuando comenzaban una asamblea. Mejor
dicho, creímos que era nuestra parcela. El añejo eucalipto que servía para
protegernos del sol y del viento se había mudado hacia el camping vecino y
junto con él, la ropa que había colgado de un soguita que siempre llevamos; por
las dudas. Por suerte, la carpa estaba, casi intacta. Habían volado unas
estacas y parte del sobre techo.
Gracias a
Dios, el Servicio de Catástrofe Especiales del camping funcionó bien y en pocos
minutos corrimos la carpa de lugar y la reparamos. La noche fue muy fría y
lluviosa. El día siguiente amaneció
calmo pero algo frío. No pudimos ir a la pileta, pero los sapos salieron del
baño sin producir desmanes. Tampoco recuperamos la ropa de la soguita, al
hombre que se cayó a la pileta, ni a la mujer de los árboles.
Sin embargo
el resto de los días fueron felices.
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