Y entonces sólo hizo falta el viento.
Una pequeña brisa convertida en
soplo divino
que arrastrara las cenizas de
esta fogata inútil
a la vera del río, al costado
de tu cuerpo.
Fue entonces cuando entendimos
que la noche era otra,
sin miedo
y sin piedad,
nos recorrió el espectro de
aquellos simios
antiguos
-que la soberbia humana
llamó prehistóricos-
como si acaso vos y yo fuéramos
historia,
así, con mayúsculas.
Y fuésemos otros,
y quisiéramos extirparnos de
nosotros mismos.
Imposible.
Los agujeros están ahí, y
África está en nosotros.
En la memoria del cuerpo,
en la cadena multiplicada
en el esperma de aquel simio.
A pesar del tiempo,
aún resisten en cada cuerpo,
los rastros de Olduvai.
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