Después del golpe no sintió más nada. Sólo un suave latido en el lado derecho de su cabeza y una tensa rigidez creciente en las palmas de las manos. Después, creyó, todo era más o menos igual. Se sorprendió al descubrir que estaba bajo el agua, nadando sin esfuerzo. No sabía cómo había llegado hasta allí. Sólo recordaba su huida desde la casa de los abuelos y la larga carrera por el sendero que lo llevaba hasta la laguna. El grito de sus amigos y algunos “primos del campo” –los poli- que se habían largado a su captura, luego del eterno Poliladron de todas las vacaciones.
Joaquín venía al pueblo todos los veranos, después de las clases, a pasar las Fiestas y a aprovechar el aire limpio y las tibiezas del sol, que en la capital ya casi no se consiguen, junto a los abuelos, los tíos que nunca se acostumbraron a la ciudad y los numerosos primos que aumentaban con los años. Le encantaba pescar recostado en la orilla del lago y nadar de contrabando durante las siestas de los grandes. Pero de todos los juegos, sin dudas el más divertido, era el Poliladron. El mismo de siempre, el que jugaba en la ciudad y en los recreos del colegio. Pero aquí, en el campo era mucho más divertido. Y no sólo porque las balas eran piedras sino, porque los escondites eran salvajes, verdaderos, como le gustaba decir y cambiaban a cada paso y con cada nuevo día. Entre los escondites preferidos estaba el del ombú, en el baldío del Ñato o los pozos cercanos al lago, los que habían construido hace años para un trabajo nunca terminado. Hacia allí se dirigía cuando equivocó el camino y se encontró con la patrulla de frente y la lluvia de piedras lo alcanzó como nunca antes. Joaquín trató de esquivarlas, pero más de una cayó sobre su cabeza. Después, no recuerda más.
Ahora se siente raro, el dolor de cabeza se fue, pero no siente las manos, intenta rascarse y no puede. Unas cuantas manchas verdosas sobre el cuerpo lo asustaron, intentó gritar pero las burbujas que salieron de su boca parecían no tener sonido. Se sacudió bajo el agua como para despertarse y casi se enreda entre los pastos de la orilla. Dos o tres bigotudos se le acercaron y Joaquín se asustó, sacudió de vuelta la cabeza y comenzó a nadar. Se alegró de la velocidad en que lo hacía y aprovechó, que se había librado de los bigotudos, y se dejó llevar por la corriente, sin apuro, imaginando las historias que contaría en marzo, durante los primeros días de clase. Un mundo nuevo se abría ante sus ojos: tierra y arcillas de diferentes tonalidades y piedras que nunca antes había visto. Peces raros y oscuros, grandes y dorados. ¿Qué diría la maestra al leer el cuento –que siempre pedían- sobre lo más divertido del verano? Jugó y se divirtió como hacía mucho que no lo hacía, hasta que de golpe escuchó su nombre: ¡Joaquín!¡Joaquín!, gritaban sus primos. ¿Dónde te metiste? Joaquín sonrió o eso intentó, ya que una repentina rigidez invadía toda su cara. Se sacudió nuevamente e intentó pararse, pero las manchas verdosas habían rodeado sus piernas casi uniformándolas. ¡Dale que es de noche y nos van a matar! Escuchó ahora la voz de Ezequiel, el mayor de los primos. Nadó unos metros y se acercó a la orilla, ahora la voz era más clara y alcanzaba a verlos. Estaban todos y tenían cara de preocupados. Pedro lo llamaba cada tanto y se secaba las lágrimas que le caían desde los ojos. Intentaba disimular.
Dale, ¿dónde estás? Tenemos que volver, insistían los chicos. Pero Joaquín ya no entendía, estaba preocupado y entretenido con unos peces pequeños que se acercaban rápidos a él. Casi no escuchaba las palabras cuando un pisotón resonó a su lado, se sacudió y se internó veloz en la laguna mientras giraba cada tanto intrigado por la forma rara y conocida que pataleaba a los gritos en la orilla de la laguna.
Joaquín venía al pueblo todos los veranos, después de las clases, a pasar las Fiestas y a aprovechar el aire limpio y las tibiezas del sol, que en la capital ya casi no se consiguen, junto a los abuelos, los tíos que nunca se acostumbraron a la ciudad y los numerosos primos que aumentaban con los años. Le encantaba pescar recostado en la orilla del lago y nadar de contrabando durante las siestas de los grandes. Pero de todos los juegos, sin dudas el más divertido, era el Poliladron. El mismo de siempre, el que jugaba en la ciudad y en los recreos del colegio. Pero aquí, en el campo era mucho más divertido. Y no sólo porque las balas eran piedras sino, porque los escondites eran salvajes, verdaderos, como le gustaba decir y cambiaban a cada paso y con cada nuevo día. Entre los escondites preferidos estaba el del ombú, en el baldío del Ñato o los pozos cercanos al lago, los que habían construido hace años para un trabajo nunca terminado. Hacia allí se dirigía cuando equivocó el camino y se encontró con la patrulla de frente y la lluvia de piedras lo alcanzó como nunca antes. Joaquín trató de esquivarlas, pero más de una cayó sobre su cabeza. Después, no recuerda más.
Ahora se siente raro, el dolor de cabeza se fue, pero no siente las manos, intenta rascarse y no puede. Unas cuantas manchas verdosas sobre el cuerpo lo asustaron, intentó gritar pero las burbujas que salieron de su boca parecían no tener sonido. Se sacudió bajo el agua como para despertarse y casi se enreda entre los pastos de la orilla. Dos o tres bigotudos se le acercaron y Joaquín se asustó, sacudió de vuelta la cabeza y comenzó a nadar. Se alegró de la velocidad en que lo hacía y aprovechó, que se había librado de los bigotudos, y se dejó llevar por la corriente, sin apuro, imaginando las historias que contaría en marzo, durante los primeros días de clase. Un mundo nuevo se abría ante sus ojos: tierra y arcillas de diferentes tonalidades y piedras que nunca antes había visto. Peces raros y oscuros, grandes y dorados. ¿Qué diría la maestra al leer el cuento –que siempre pedían- sobre lo más divertido del verano? Jugó y se divirtió como hacía mucho que no lo hacía, hasta que de golpe escuchó su nombre: ¡Joaquín!¡Joaquín!, gritaban sus primos. ¿Dónde te metiste? Joaquín sonrió o eso intentó, ya que una repentina rigidez invadía toda su cara. Se sacudió nuevamente e intentó pararse, pero las manchas verdosas habían rodeado sus piernas casi uniformándolas. ¡Dale que es de noche y nos van a matar! Escuchó ahora la voz de Ezequiel, el mayor de los primos. Nadó unos metros y se acercó a la orilla, ahora la voz era más clara y alcanzaba a verlos. Estaban todos y tenían cara de preocupados. Pedro lo llamaba cada tanto y se secaba las lágrimas que le caían desde los ojos. Intentaba disimular.
Dale, ¿dónde estás? Tenemos que volver, insistían los chicos. Pero Joaquín ya no entendía, estaba preocupado y entretenido con unos peces pequeños que se acercaban rápidos a él. Casi no escuchaba las palabras cuando un pisotón resonó a su lado, se sacudió y se internó veloz en la laguna mientras giraba cada tanto intrigado por la forma rara y conocida que pataleaba a los gritos en la orilla de la laguna.
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