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Si esa moneda hablara...


La noche está en pañales, había dicho el pibe y de un saque se metió toda la mandanga en la napia. Ya está, ahora estamos listos, pronunció mientras arqueaba las cejas con exageración. Se refregó la nariz un par de veces y le dijo a Rilli que lo siguiera. Caminaron un rato rebotando en cada esquina, puteando a los perros que se arremolinaban entre las bolsas de basuras.
¿Dónde estará el panameño? ¿Dónde se habrá metido?, preguntó el pibe, mientras Rilli encendía un cigarro.
¿Dónde se habrá metido?
El pibe estaba duro. Ecléctico en su rumbo no dejaba de preguntarse por el panameño y la bolsa de merca que le había prometido. Rilli se cansó de tantas vueltas y luego de un par de horas se metió en la primera joda que vio. ¡Huu! Sí la noche estaba en pañales como le había dicho el pibe (que dicho sea de paso lo había dejado protestando contra el paredón de la antigua marmolería, convencido que el remolino de perros en celo ocultaban al panameño infiel y deshonesto.) Era de madrugada cuando esquivó una pareja que forcejeaba torpemente para entrarse bajo la fría noche de Barracas. Los pasillos de la villa iban dejando sus restos. Cada tanto, pibitos dormidos sobre la tierra del barrio, arrebujados contra una bolsa o cartones, amontonados de a tres, de a cuatro. Pibitas semi desnudas, manchadas de vómito y dormidas bajo la luna.
El olor a riachuelo aumentaba a cada paso. Rilli se metió en la joda. Unas cuantas bombitas de colores estridentes salpicaban el techo y las paredes de cal. Una música dulzona acompañaba el baile entrado en la noche. Le alcanzaron una botella y Rilli le pegó un trago, largo y profundo. Y entonces la vio. Marina bailaba en medio del patio. Movía el culo de un lado al otro y Rilli creyó que no iba a soportarlo. ¿Cuánto había pasado de aquel tiempo, soleado y hermoso? ¿Cuánto, de aquel cachetazo sonoro ante su joven insolencia que no reconocía tiempo ni lugar? ¿Diez, doce años? Marina bailaba, iba y venía tan linda como entonces.
Martín se acercó y casi pudo olerle el sudor de su cuello, de su cintura desnuda al levantar los brazos para dar una vuelta y volver a menear el culo. Se quedó quieto, mirándola con incredulidad. ¿Es ella, Marina? El ritmo se aceleró de pronto y una gordita que andaba regalada lo agarró de la mano y se lo llevó hasta un rincón. Se demoró más de la cuenta y al regresar al centro del baile alcanzó a verla partir enfundada en un pantalón blanco y de la mano de un dealer. De un viejo y gordo dealer que regaba de mierda la ciudad.

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