Acercarse a una cancha de fútbol durante una noche minutos antes de un partido es algo maravilloso: desde lejos las luces que desprende el estadio la envuelven en un halo mágico y del centro mismo emana la voz del estadio anunciando jugadores y números; mientras que las tribunas dialogan una historia llena de mitos y leyendas. En las puertas cientos de personas se arremolinan bajo una lluvia de papelitos que se escapan de las tribunas a las calles.
Ayer volví a ser chico de nuevo. Aturdido por la fiebre apagué el televisor finalizando el primer tiempo de Huracán – Independiente y luego de unos minutos de zozobra pude concentrarme en el canto de las tribunas. Vivo a tres cuadras del Ducó, el Palacio, apenas cincuenta metros más lejos que cuando niño. Y ayer, como entonces, cuando por algún extraño motivo no me dejaban ir a la cancha, armé el partido en mi cabeza con los sonidos que viajaban de la misma. Como un Ulises del arrabal porteño quedé nuevamente prendido al canto de las tribunas.
Luego de un comienzo peleado, disputado, el diálogo se volvió encantador. El ida y vuelta en las tribunas me transmitía confianza. Salvo un error, no podíamos perder. El canto era elocuente, si hasta creí escuchar un gol.
Finalizado el partido y cuando las voces se arremolinaban bajo mi ventana describiendo jugadas entre insultos y carcajadas, encendí el televisor. Me latía la frente y tenía seca la boca. Sin embargo las imágenes de las mejores jugadas se parecían en mucho a las dibujadas en mi cabeza. Entonces, apagué de nuevo el televisor y me dormí feliz.
Ayer volví a ser chico de nuevo. Aturdido por la fiebre apagué el televisor finalizando el primer tiempo de Huracán – Independiente y luego de unos minutos de zozobra pude concentrarme en el canto de las tribunas. Vivo a tres cuadras del Ducó, el Palacio, apenas cincuenta metros más lejos que cuando niño. Y ayer, como entonces, cuando por algún extraño motivo no me dejaban ir a la cancha, armé el partido en mi cabeza con los sonidos que viajaban de la misma. Como un Ulises del arrabal porteño quedé nuevamente prendido al canto de las tribunas.
Luego de un comienzo peleado, disputado, el diálogo se volvió encantador. El ida y vuelta en las tribunas me transmitía confianza. Salvo un error, no podíamos perder. El canto era elocuente, si hasta creí escuchar un gol.
Finalizado el partido y cuando las voces se arremolinaban bajo mi ventana describiendo jugadas entre insultos y carcajadas, encendí el televisor. Me latía la frente y tenía seca la boca. Sin embargo las imágenes de las mejores jugadas se parecían en mucho a las dibujadas en mi cabeza. Entonces, apagué de nuevo el televisor y me dormí feliz.
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