Durante las primeras horas posteriores al terremoto sufrido en Chile, las imágenes oficiales transmitidas al mundo mostraban a una presidenta dinámica al frente de todos sus ministros repartiendo las distintas regiones a recorrer y asistir. Chile se mostraba, ante una terrible catástrofe, ordenado y preparado, con las fuerzas necesarias para poder enfrentar la enorme catástrofe sufrida. Una gran nación poniendo en funcionamiento todos sus músculos y su moral para salir con dignidad del terrible momento. Las cadenas noticiosas enseñaban al mundo como el Chile exitoso económicamente, el Chile ciudadano que honra a las instituciones democráticas y que atraviesa los cambios de colores políticos sin traumas ni odios revanchistas, tenía las armas suficientes para encarar las dolorosas tareas de ayuda a la población y encarar eficientemente la reconstrucción posterior del país.
Pero, con el correr de los días las noticias fueron cambiando. El dolor aumentaba con el crecimiento de víctimas fatales y las propias fuerzas no alcanzaban. Lentamente, Latinoamérica comenzó a enviar ayuda. Y de golpe, sin que nadie lo esperase, desde los escombros y el llanto comenzaron los saqueos. Miles de hermanos, acorralados por el dolor y la miseria, se lanzaron a las calles.
“Se llevaron todo, ropa, microondas, juguetes, ropa fina…” “¡Había familias enteras robando!” Ahora, una semana después, sabemos que los saqueos comenzaron el mismo día del terremoto y cuando se volvieron incontrolables, lo anunciaron públicamente. “Fue como conocer una parte nuestra, oculta, que parecía que no existía. Es que pasó el primer día y fue generalizado, masivo.”
Conocí Chile en 1997, en pleno milagro económico celebrado por los chicago boys de ambos lados de la cordillera. Durante un verano recorrí algunas ciudades y regiones del hermoso País del Cobre y una extraña sensación envolvió aquellos días. Por un lado, Santiago, Viña y Valparaíso eran la meca del orden ciudadano: calles limpias y ordenadas, negocios brillantes y shopping repletos. Un servicio de subterráneos (que por momentos emerge sobre la superficie) maravilloso y aún envidiable; y todo vigilado minuciosamente por carabineros de fama incorruptible. Sin embargo recorrer Santiago desde Los Condes hasta la estación Mapocho era áspero (el calificativo me lo regaló una amiga que había echo los mismos caminos unos años antes). No sólo cambiaban los edificios y sus alturas, sino los rostros y las expresiones de sus caras. Una constante, los carabineros incorruptibles y su atenta mirada.
Luego, viajé hacia la costa y subí unos kilómetros hasta La Serena. En todos lados se repetía la misma sensación, una sociedad ordenada y respetuosa de todas las normas ciudadanas bajo la siempre atenta mirada de los carabineros. Sin embargo a pocos kilómetros de los centros urbanos se vislumbraba otro Chile, el de los cerros, los pastores de cabras y los rostros oscuros, curtidos de pescadores, obreros y mineros.
“Esta gueno el Pablo, y ¿la Gabriela?” Me preguntaron en una de las colas para entrar en la casa de Isla Negra. Y enseguida pregunté quién había recuperado las casas de Pablo. Entonces bajaron la voz, casi susurrando me explicaron “después que se fue pinocho, con mucho esfuerzo y a través de fundaciones españolas comenzaron a recomponer todo”. ¿Siempre hay tanta gente?, continué. Y bajando aún más la voz, susurró: “sigue siendo un símbolo de resistencia.” El temor era lógico –aunque en aquella época lo juzgué exagerado- había carabineros.
Muchos de los que trabajamos en educación desde una concepción popular sabemos que cuando nos toca retirarnos del lugar, la comunidad tuvo que haber desarrollado su potencial comunitario. Establecer y fortalecer sus lazos solidarios. No progresa uno sino progresa la comunidad, el barrio. Si esto no ocurre y continúa el sálvese quién pueda, hemos fracasado. La base del capitalismo es el individuo llevado al extremo. El liberalismo es el individualismo mesiánico, el festejo de la salvación personal y si esto es a costa de mis hermanos no importa.
Chile duele. Me duele el sufrimiento del pueblo chileno como me duele el del pueblo haitiano, palestino o iraquí. Pero el tremendo terremoto de la semana pasada no sólo se llevó cientos de vidas, también se llevó otra de las máscaras del liberalismo con que encubre nuestro verdadero rostro.
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