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Cantegriles -crónicas villeras-





Postales

Al cruzar las vías de la estación Buenos Aires el paisaje se parte en dos, una estrecha franja de hilos metálicos separa un mundo del otro. Cruzar por detrás de la cancha de Huracán puede convertirse en toda una aventura para cualquier desprevenido. Un enorme cartel anuncia desde hace varios meses, bajo las siglas ONABE, el progreso que se resiste a llegar. El espacio, unas cuantas manzanas abandonadas, baldíos antiguamente ocupados por barracas y depósitos que secundaban las vías de un tren de carga, abandonado a la desidia y el desguace liberal de los noventa, fue escena hace apenas unos meses de una disputa entre vecinos hambrientos, vivillos y mediopelos de un barrio pobre que no quiere parecerse a sí mismo.
Cruzás las vías esquivando charcos, y entre los pastizales –que pueden llegar hasta los dos metros de altura– grupitos de pibes, flacos, refriegan sus narices en los puños gastados; un obrero de bolsito al hombro y espaldas dobladas negocia una fellatio tras los galpones. Cruzás, y si andás con suerte, tal vez comiences a escuchar las voces del ascenso: Barracas recibe a Cambaceres en la cuarta fecha del clausura y unos cuantos papelitos se esparcen entre las vías y el descampado. Después vienen otras vías más, las de Amalita y el carguero de cemento y cal. Ahí nomás, el barrio.
Cuando uno termina de cruzar las vías comienza a sentir una leve melodía que va aumentando a cada paso. El olor a mierda que viene del riachuelo se va instalando y el reguetón estalla en las orillas del barrio. Villa 21-24 de Barracas: un golpe a los sentidos.
Penetro en un pasillo techado por balcones irregulares a medio construir. Ni bien lo hago, ya estoy saliendo otra vez a una calle: Luna. Y sí, es otro espacio, otro mundo. Unos pasos adelante y contra un paredón, coronado por alambre de púas, unos perros se amontonan sobre una hembra en celo. Se escucha algún ladrido de vez en cuando y el acento del litoral guaraní se esparce en todas direcciones. Son casi las seis de la tarde y los hombres están regresando de sus trabajos. En cada esquina se amontona la basura y las moscas se hacen un festín. Pasa un patrullero y se detiene frente al local de Marcos; el suboficial pregunta por unos modelos de celulares. Hay buenos precios le responden desde adentro. La mayoría de las casas tienen uno o dos pisos. Todas son de cemento, con ladrillos al aire. Falta el revoque. A mitad de cuadra se arremolinan unos chicos de guardapolvo blanco. Levanto la vista, son unos cuantos: vienen en pequeños y numerosos racimos, las chicas llevan a los hermanos más pequeños y los varones andan mordisqueando naranjú y tirándose piedras.
El barrio se encuentra recostado sobre el riachuelo, sobre el extraño rulo que alberga la cancha de Victoriano Arenas, rebelándose a la rectificación del Matanzas, gran cloaca al aire del conurbano. Cuando la sustitución de importaciones avanzó al calor del primer peronismo, cientos de familias fueron llegando desde el interior: buscaban una posibilidad. Los grasitas de Evita, los cabezas. Más tarde llegaron de más lejos y trajeron el acento del litoral, el tereré y el arpa. De a poco la comunidad paraguaya fue creciendo hasta ser mayoría en el barrio: pequeña Paraguay lo llaman. Y si hay dudas, ahí anda la virgen de Caacupé, haciendo milagros nomás.

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