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Entonces

Es un día terrible. Pensar que hace unas semanas las grandes lluvias sacaron del olvido y del sopor al pueblo como hacía tiempo que no ocurría. En pocas horas las aguas bajaron de golpe llevándose todo lo que había a la vera del río y desperdigando a toda una familia, que ahora vive en la casa del pastor. El calor es espantoso y dicen que las impertérritas manchas de sol han iniciado un incendio allá a lo lejos, sobre la base del cerro. Gracias a los gringos algunas araucarias se estiran añosas bajo el sol, salpicando de sombras tanta luz que lastima los ojos.
Con esfuerzo, el hombre que llegó de pronto metiendo ruido con su moto, se inclina a cielo abierto, se tuerce evitando el viento con la espalda, enciende un cigarrillo y lo lleva lentamente a la boca. Desmonta de su motocicleta y camina. Traza un círculo de pasos gastados como queriendo estudiar o encontrar algo que sólo las piedras pueden guardar. Espera. Es la hora de la siesta y nadie se asoma por más que ese bicharraco meta tanto ruido. Una bola intensa de humo estalla en sus labios y poco a poco lo va comiendo. Parpadea –el humo le molesta- y trata de esconder los ojos lastimados. Una línea húmeda le recorre la cara, como un pequeño arroyo que brota de sus cejas oscuras, pesadas. Por un instante cierra los ojos, los párpados abultados estiran la piel morada y brillosa. La transpiración corre por la cara y se pierde por un momento entre la barba despareja y oscura. No puede más, se lo ve, esta reventado. Y sin embargo exhala el humo y acerca el filtro del cigarrillo a la nariz, lo huele. El olor de la sangre y el sudor mezclados con el tabaco le gustan. Como la transpiración de Malena después del amor, detrás de las rodillas, los muslos abiertos, y los pequeños ríos salados entre sus pechos. Se huele y se lleva un dedo a la comisura de los labios. Sangre; un pequeño tajo se abre en la boca. Arde. Sabe que no hay tiempo para eso, ni para detenerse a buscar agua. De vuelta en la moto, se corre el pelo de la cara y se limpia la transpiración de la frente con el dorso de la mano. Escupe el cigarrillo y lo aplasta contra el pedregullo.
Casi no hay humo. Apenas un débil remolino que asciende debajo de su pie y se pierde perezoso, imperceptible en el aire. Vuelve a cerrar los ojos y la imagen se hace nítida, las manchas se acomodan como en un calidoscopio, y el insulto ahogado se atasca nuevamente en la garganta. Suspira y trata de despegarse la camisa de la espalda. Hace calor, y ya no escucha el temblor de la moto. Se seca la mano derecha en el pantalón y apoya contra el pecho la culata del fusil al tiempo que lo empuña con fuerza. Quisiera tomar agua, mucha agua, pero sabe que no hay tiempo. El pasado acaba en ese instante y el futuro comenzará esta noche. Luego, sobrevendrá la calma, el alivio del cuerpo y la mente; el fin del exilio, el regreso a la vida, a la otra vida. Debe esperar un poco, estirar aún más el espacio obsesivamente medido en la orfandad que los separó. No hay tiempo, y el futuro incierto comenzará a escribirlo cuando apriete el gatillo.Pronto se hace el silencio y Martín, el hombre, emerge sonriente de un sueño. Ya no hay más tiempo, y el silencio lo envuelve. Sobre las piedras brilla el sol, rebota en infinidad de partes, y él se huele distinto, salvaje. Solo siente el calor de la moto que sube por las piernas y la cara difusa que se acerca desde el rancho, achica los ojos lastimados por el viento y estallan desde su brazo varios disparos.

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