a J.C.O.
Santa María amaneció nublada; una fría y húmeda brisa se levantaba desde el río para abrazar la ciudad. Rilli restregó sus ojos intentando en vano quitarse un cansancio antiguo. Al bajar de la escollera sonrió de satisfacción, abrió grande la boca, hizo chocar los dientes, y mordió suavemente el aire del puerto. Caminó un poco y se metió en un bar, asumiendo que la ciudad aún estaba dormida. Pitó un par de cigarrillos para acompañar al café y a las perezosas luces del día.
Luego salió contento, casi feliz por el sueño realizado. Deambuló un par de cuadras y se dirigió al centro de la ciudad. Buscó ansioso, casi con alegría infantil el monumento a Brausen. Recorrió todas las bazofias de piedras, leyó inscripciones y conmemoraciones, placas a coroneles, a civiles, y creyó reconocer un homenaje al doctor Díaz Grey. Buscó entre calles y plazas pero no halló nada.
En un quiosco de la plaza compró “El liberal”, leyó los títulos y buscó el editorial: “Los samaritanos estamos olvidados”, titulaba Malabia su columna. Rilli pensó que tenía razón, que su único pasaje en el lanchón de los lunes confirmaba el olvido y el fracaso de una ciudad que quiso ser más. Decidido a leer el diario entró al Berna. Se sentó en una mesa junto a una ventana, y paseó los ojos por el lugar. Unos cuantos parroquianos se amontonaban sobre una mesa haciendo chocar sus jarras de cerveza. No reconoció a nadie. De pronto le sobrevino un desgano especial, un anhelo viscoso por una amistad nunca entablada. “Me gustaría verlo –pensó- acercarse al bar con su paso gastado y sacarse despacio el sombrero para que todos lo vieran, como diciendo: acá estoy; y acomodarse el mechón de pelo rubio y seco sobre la frente.”
Se resignó a leer sin entusiasmo, a pasear monótono la vista sobre el papel barato del diario. Bebió de un sorbo el café y volvió a abrir la boca, chocó las muelas mordiendo el aire viciado del Berna.
Minutos más tarde llamó al mozo, y luego salió del bar con el diario bajo el brazo. Caminó hacia el río, lento, perezoso, como buscando una excusa, algo que apareciera de pronto, que demandara su presencia. Cruzó la arboleda que anuncia la entrada al puerto, de lejos vislumbró unas manchas que se le antojaron el astillero. Encendió un cigarrillo, quizás el último en estas tierras, y jugó con el humo soltándolo de a ratos por la nariz y la boca alternativamente.
En la oficina hay poca gente. Una mujer gorda que renguea al pasar el escobillón con aserrín y kerosene. En la única ventanilla, de plástico gastado, opaco casi, en lugar de vidrio, una señorita de cejas pintadas y rodete de bailarina triste, sonríe imperturbable como detenida en el tiempo. Rilli se acerca, cuenta la plata en su billetera y no se decide por el pasaje: Buenos Aires o Montevideo.
Mar del Plata, febrero de 1999.
Muy bueno pibe! Lo del blog, el cuento arrancando nada menos que por Santa María (toda una declaración de principios) y tu formal homenaje a Onetti.
ResponderEliminarY tené por seguro que importa. Claro que sí!
Abrazo.