
Habíamos bajado del 581 sin darnos cuenta uno del otro, cerca del faro, allá en Mar del Plata. Caminamos por la ruta unos metros sin vernos, en medio de una creciente multitud hacia la playa. Recién la vi, la miré en la larga fila del arena beach, parador rockero de aquellos años. Digo bien, la vi. Vi su tatuaje tribal al final de su espalda, cuando alzaba un chico de cuatro o cinco años y la remera subió rápida hasta la mitad de la espalda, mostrando el nudo del corpiño negro.
-¿Te ayudo?
-Soy madre soltera, respondió como aviso o garantía de autosuficiencia ante mi ofrecimiento a ayudarla con la matera y el bolso playero que debía ser abierto ante los controles, mientras ella levantaba las sandalias que se le habían caído al crío. Pasamos el control y le devolví el bolso. Me sonrió. Después se acomodó el pelo y dejó a su hijo en el suelo. Caminá, dale, le dijo ante el intento de berrinche.
-¡No te quiero más!
-Estamos acostumbrados. Siempre cargo todo sola, sino no hubiéramos sobrevivido. Dijo arqueando levemente las cejas y encendiendo un Philips. Son los más baratos, agregó y el humo ocultó brevemente sus ojos marrones.
Caminaba con decisión, firme sobre el camino de tierra y arena. Llevaba las ojotas en una mano. No quiso que la ayudara. “Fran” “Fran” llamaba cada tanto a su hijo cuando se alejaba más de la cuenta.
Seguí en silencio, viéndola fumar y avanzar entre la gente. A medida que nos acercábamos a la playa, el viento llegaba con más fuerza trayendo los primeros sonidos y acoples de la tarde. También le volaba el pelo y nos echaba arena en los ojos. En pocos pasos estallaron una infinidad de colores. Naranjas, verdes, amarillos y negros se agitaban en los cuerpos al ritmo de Massacre.
“Mirá, mirá, miralo a Wallace” dije señalando al escenario cuando el líder de la banda se calzaba una máscara estridente y posaba como adolescente ante el micrófono. Ella sonrió. Avanzamos unos metros más para acercarnos al mar. Yo iba tras ella, imantado por la fuerza de sus piernas avanzando en la arena, las formas de sus músculos en las pantorrillas. Había olvidado el recital, el escenario y el lugar de encuentro que había acordado con los pibes. El sol brillaba en lo alto y el calor trepaba por el cuerpo. Cuando el mar impuso su belleza, soltó los bolsos.
-¡Voy al agua! Gritó Francisco y bajo la mirada de su madre corrió hasta la orilla.
Encendió otro cigarrillo y me senté en la arena, mirando hacia el mar, resistiéndome a seguir mirándola. Cerré los ojos y respiré un par de veces. Me obligué a recordar unos versos antiguos que había escrito en otros años pensando en el mismo mar.
-Mirá, me dijo de pronto. Mirá, y me señalaba el pie, adelantándolo en la arena, estirando sus dedos hacia abajo, mostrando su empeine. ¿Ves? Me voy a hacer una enredadera que vaya desde la base del dedo gordo, cruzando el empeine y suba por el tobillo. Sólo en negro.
Imaginé y no pude hablarle.
-Porque un piercing en el ombligo, no. Dijo, levantándose el vestido, mostrando la bombacha de su malla, negra con bordes blancos y rojos. ¿Ves? No sé…
Entonces volví a mirar el mar. Cerré los ojos y pensé que era cierto, que las sirenas existían y que su canto enamoraba a los hombres. Cuando de golpe sentí un tirón, como que me agarraban del brazo.
-¡Vení!, me dijo y tomándome de la mano corrimos hacia la gente. Francisco iba adelante llevando su balde de arena. La música era cada vez fuerte. El escenario había mudado: ¡Dale! Cantaba Catupecu encima del mismo.
este es mi prefe
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