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Onetti y el arte de la derrota, lecciones de un maestro

“Nunca escribí para pocos o muchos; siempre escribí para mi dulce vicio que no castiga el código penal.” J.C.O

La vida breve (Bs. As. 1950) de Juan Carlos Onetti es un curso magistral de literatura. A diferencias de muchos otros escritores, el Gran Oriental nunca escribió siquiera un apunte de cómo debía hacerse literatura. Mucho menos un decálogo o “paper” académico en donde –con precisión de ingeniero- se dedicara a descular “la forma literaria”. En cambio, en muchas de sus obras, puede verse –aguzando la lectura- la tensión del oficio más viejo del mundo. O caso, ¿hay alguna otra actividad del hombre que precede a la de sentarse al calor de un fogón prehistórico a contarse historias?
En 1939 aparece en Montevideo su primer libro: El pozo, novela breve en donde Eladio Linacero, sólo y a punto de cumplir los cuarenta años, se encuentra en una pieza de hotel, sin vidrios en la puerta con viejos diarios tostados por el sol clavados en la ventana. Solo y sin tabaco, se dispone a escribir, sus memorias –dice- porque está por cumplir los cuarenta y es lo que un hombre debe hacer, según leyó en no recuerda donde. Aquí nomás, en su primer libro aparecen las primeras pistas sobre el oficio más antiguo y su oficiante: No sé escribir, pero escribo de mí mismo. Una confesión que siempre me recuerda la frase que se adjudica al Filósofo (Sócrates: sólo sé que no sé nada.) Para agregar que: Lo difícil es encontrar el punto de partida. Estoy resuelto a no poner nada de la infancia. Entonces contará un recuerdo, difícil, duro de su juventud. Volverá a contarlo cambiando espacios y detalles, mintiéndolo.
Hace horas que escribo y estoy contento porque no me canso ni me aburro. No sé si esto es interesante, tampoco me importa. Otra confesión y en esta le creo, a pie juntillas. Pero dejemos por ahora El pozo y no profundicemos en “el olvido” que aún no reconoce el lugar que ocupa Onetti entre los mejores escritores de lengua castellana del siglo XX y vayamos por un rato, unas líneas nomás hacia La vida breve que llevó al exabrupto de un borracho amigo “que Macondo ni realismo mágico…” gritó, cuando me devolvió el libro.
La vida breve, como dije al inicio, es un curso magistral de literatura. A cada paso, en cada nuevo capítulo nos acercamos cada vez más a la vida de Juan María Braussen protagonista agónico de esta aventura llamada a ser la piedra basal de la obra onettiana. Aquí nace Santa María, la ciudad provincial que albergará al médico Díaz Grey, al joven Malabia, a Inés, al comisario Medina y a Larsen, Juntacadáveres, entre muchos otros. Es justamente Braussen quién va narrando su historia y con ella las dificultades con las que se encuentra para escribir –a pedido del viejo Macleod- el guión para una película, ni muy bueno ni muy malo según el consejo de su amigo Stein. A las pocas páginas, en el capítulo dos, Onetti nos adelanta en el título: Díaz Grey, la ciudad y el río, aquello que Braussen confirmará y resignificará renglones más adelante. Entonces Braussen, en el segundo capítulo, insomne ante la enfermedad de su mujer, afirma que tiene algo, tiene un médico en la ventana de su consultorio, asomándose hacia el río, viendo llegar la balsa una vez al día. Al médico lo llamará Díaz Grey, casi cincuenta años y un pasado previsible pero desconocido. Enseguida, en la misma escena, ve a una mujer: … la idea de la mujer que entraba una mañana, cerca del mediodía, en el consultorio y se deslizaba detrás del biombo para desnudarse… que llamará Elena Sala. La vida de Braussen avanza con sus miedos, dudas y certezas hasta que al guión, apenas esbozado, le falta un personaje, el tercero –aparentemente en discordia y anunciado con anticipación- : el marido de Elena, Lagos.
(…) estaría salvado si empezaba a escribir el argumento para Stein, si terminaba dos páginas, o una, siquiera, si lograba que la mujer entrara en el consultorio de Díaz Grey (…)
El capítulo ocho, en el cual aparece Lagos: Y aunque me era posible –dice Braussen / Onetti- sobre como estructura al personaje (…) arrimar a los vidrios de la puerta del consultorio un rostro cambiante y aunque no respondiera a ninguna estatura determinada, siete u ocho caras que podían convenir al marido (…) Continúa Braussen (…) mientras pensaba en dinero, Gertrudis, propaganda, me empecinaba en colocar entre la mujer y Díaz Grey la materia inflexible del marido, tantas veces esfumado, tantas veces sólo a un paso, un detalle, una expiración del instante de su nacimiento. De su nacimiento como personaje literario, si hace falta aclarar. Así, (…) sin que yo tuviera que intervenir, ni pudiera evitarlo. Porque yo necesitaba encontrar el marido exacto, insustituible, para escribir de un tirón, en una sola noche, el argumento de cine y colocar dinero entre mí y mis preocupaciones. (…) Era muy difícil encontrarlo –vuelve a confesarnos Onetti / Braussen, el escritor- porque aquel hombre, fuera como fuese, sólo podía ser conocido en la intimidad. Y es así, como pasarán algunos capítulos de dudas y desconsuelo ante la falta de construir al marido ideal. Recién, varios capítulos más adelante aparecerá Lagos, el marido buscado, construido entre sueños, desvelos y apuros de escritor en su oficio por realizar una historia creíble. Ni muy buena, ni muy mala –como aconsejaba Stein- pero que sirviese para ganar unos pesos y combatir el hambre. Así, entonces, poder continuar con el dulce vicio de contar historias para su pasión y desgracia.

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