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Hambre


Luca nunca supo cómo llegó al Pueblito ni cuándo conoció a los pibes de Imperio. No recuerda si fue en la cancha o ranchando cerca del río luego de una noche larga y extraña. Luca no sabe quién es su padre, ni dónde está su madre. Conoce un medio hermano preso y una hermana con cuatro o cinco pibes, allá por la 24, cerca del otro río que es el mismo pero distinto.

Luca nació en el Chaco, en las orillas de Resistencia, cerca del Salado, donde se amontonan las piedras y la miseria. En el norte de un extraño y lejano país.

Conoce el hambre, el desprecio y la tibieza dulzona de la marihuana; la pasta base y el suicidio inevitable de los labios rotos.


Conoce el después; el golpe frontal y el lento peregrinaje  hacia el centro. La ciudad infernal emergiendo como si la noche no hubiera alcanzado a mitigar las culpas de tantos cuerpos dolidos. Las imágenes que se repiten en cada esquina: hombres separando basura ante la amenaza de un patrullero, el hambre en la punta de los ojos de malabaristas insomnes, chicos arropados en la mugre, el ardor inicial y los cristales del posirrán, los veinte centavos mendigados, juntados y reventados en un paco a orillas del Riachuelo, pibitas por diez pesos en la madrugada de Pompeya y las luces azules de la muerte que viene.

Luca siente frío, tiembla y no sabe qué hace en la esquina, esperando que pase la camioneta celeste, con un fierro pegado a la cintura.

Los vecinos del conventillo dicen que Luca es malo. Que cuando anda en junta es mejor no encontrarlo. Él no se acuerda de eso. No sabe por qué lo miran así, con espanto y miedo, con odio. Tampoco sabe cómo consiguió el fierro y porqué disparó contra los vidrios del colectivo, cómo llegó hasta allí, rodeado de policías y luces. Luces que no lo dejan ver, que le duelen en los ojos.

Luca murió.

Murió solo y en la guardia del Penna. En un rincón de esta ciudad a la que llegó buscando a su padre y se fue vacío. Despacito, despacito como el hilo de sangre que desciende tras su oreja.

 

 

 

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