El siguiente cuento tiene más de 20 años y es la historia más antigua en donde aparece Martín Rilli. Narra la pre historia del Rilli que conocemos.
Con la nueve en la espalda
Camina
lento, demasiado lento para los pocos años que arrastra, y se pierde en la
esquina. El viento arremete de pronto,
se arremolina y cruza la calle
llevándose algunas hojas secas. El viento le araña los ojos. Levanta las
solapas del sobretodo y se corre el pelo de la cara. Lleva los ojos
irritados y una enorme mochila llena de libros viejos.
Parece cansado. Se para frente a la pensión y levanta la vista, algunas ideas
se le vienen a la cabeza y alcanzan a estirarle una sonrisa. Sube los dos pisos
por escalera que separa al cuarto de la calle y abre la puerta. A ciegas y
soportando el olor a humedad enciende la
luz. La pequeña lamparita que cuelga del techo dibuja extrañas manchas en las descascaradas
paredes. El cuarto es chico.
Estas pocas líneas y algunas otras había escrito Martín, con torpeza, dibujando casi, con trazos tímidos sobre las hojas de un viejo cuaderno, algunas semanas atrás. Y lo acompañan escondidas en el bolso que le entregó el club cuando estampó su firma en el contrato.
Martín es el mismo que
ahora gira incansable una y otra vez sobre la cama de un hotel que nunca creyó
que iba a conocer. No duerme, no puede. Ya utilizó el truco de la cuenta infinita
y nada. Recordó el último cuento que había leído antes de presentarse en la
sede del club. “Continuidad de los parques” y
pensó en la frase: “...lastimada la cara por el chicotazo de una rama...”
Y entonces, quiso ser él, el hombre que corría entre los árboles de un bosque y
que una mujer furtiva, clandestina,
limpiase su cara ensangrentada.
Martín no duerme,
no puede y conoce bien ese riesgo. Sus
compañeros de habitación están insolentemente dormidos después del último partido
de truco, cuando pasó el profe golpeando las puertas de las habitaciones.
Señalando la hora del descanso. Y él los mira desde su cama con cierta envidia.
La noche parece enorme, infinita, como si se hubiera
empecinado en detenerse y arrojarle uno a uno los recuerdos de su vida. Hace
apenas una hora terminaba de jugar a las cartas y ahora, desvelado, da vueltas en la
cama.
La segunda partida con sabor a revancha no había podido llegar a su fin. La primera la habían perdido por un falso envido en el hall central del hotel luego del almuerzo. Junto con el arquero, un tipo con experiencia y varios torneos ganados. Intentaron el desquite después de la cena, pero esta vez les fue aún peor, ni siquiera pasaron a las buenas a pesar de que sus adversarios, un medio campista “metedor” como decía la popular, y el negro Iturralde le llegaron a mostrar las cartas antes de jugar, provocando el enojo del arquero y la suspensión del juego. Ahora Martín se tapa la risa con las sábanas e intenta unirse a ellos, juntarse a dormir esperando el partido, los gritos de la gente, el festejo.
2
-¡Qué grande el
nene, Vieja! Tendrías que haberlo visto-
dice Manuel antes de besar a su mujer.
Entra agitado y arroja el bolso
de su hijo sobre una silla del patio para simular una jugada. –No lo podía
creer Vieja, mirá, mirá- pedía Manuel llamando con la mano a su mujer que
estaba en la cocina. Un golazo –Decía como si estuviera mordiendo cada letra de
las palabras que iba pronunciando. -La paró con el pecho- decía y se golpeaba
aparatoso, con la mano abierta apenas por debajo del cuello. -Así Vieja,
mírame, así. ¿Ves? Después, el nene la pisó, levantó la cabeza, ¡como los
grandes Vieja! Como la hacía el Inglés. ¿Té acordás del Inglés, no? Del 73...
¡Dale campeón, dale campeón! Y entonces, la pisó, levantó la cabeza y
sin tomar distancia la puso contra el palo, a media altura. Golazo
vieja, golazo… Tenés que volver vos- dice y su mujer frunce el
ceño. -A la cancha, digo, a ver al nene.
Tenés que volver, repitió Manuel.
-Sabés que me pongo muy
nerviosa, no puedo, me hace mal...
Manuel resopla. Saca un
pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y seca la transpiración que le cae
desde la frente. Está algo agitado y mueve la cabeza cómo repasando la jugada
en su mente. Se sentó en una de las sillas del patio y se perdió en el aún
presente recuerdo. Ahora sonríe feliz.
-Qué golazo- murmura- qué
golazo.
-¿Dónde está Martín?-
pregunta la madre pero Manuel no oye. Todavía esta gritando el gol en su recuerdo
y siente de vuelta los palmoteos en su espalda, gruesa de cargar bolsas. Lo felicitan los otros padres, lo abrazan y
lo saludan como si el autor de ese gol hubiese sido él. Y sí, también Manuel siente que le pegó
contra el palo.
-Manuel te estoy hablando-
insiste la mujer, abandonando la ropa en el piletón del patio. -¿Dónde está
Martín? El hombre sigue sin responder, no escucha.
-Ya vooooy- contesta el Nene desde el pasillo, estirando esa “o” como si fuese de goma. Llegaba contento.
3
Parece mentira –murmura
fastidioso- pero justo esta noche no voy a poder dormir. Piensa y vuelve a dar media vuelta en la
cama. Cree que nunca antes, su cabeza pudo albergar tantas imágenes y recuerdos como esta noche. El viejo debe
estar contento, piensa. Seguro que tampoco duerme. Mamá estará dando vueltas por el patio estirando la hora
de acostarse. Tendrá miedo Pobre... piensa Martín. Y también piensa que fue su
padre quién lo alentó a jugar al fútbol, y que María, la que insistió siempre
para que terminara el secundario.
Gracias, dice y sonríe en la oscuridad pensando que esta noche la
familia Rilli no va a dormir.
Ahora se acuerda de
Andrea. ¿Sabrá que mañana juega de titular? ¿Acaso lo recordará? ¿Guardará los poemas robados a Gelman? Hace dos años y medio que terminaron. Martín
sonríe furtivo y se interna en los recuerdos. Se encontraban en Palermo, en los
bosques, en el árbol elegido. Estudiado durante todo el verano. Era otoño y
comenzaba a oscurecer temprano. Martín sonríe con ternura, es un lindo secreto,
piensa, igual que el libro y los papeles que guarda en el bolso. La agarró de
la cintura y la sentó sobre una de las tantas ramas del viejo árbol. “El
árbol pulpo” lo habían bautizado. Ella
abrió tímida las piernas y entre los dos desabrocharon los botones de la
pollera...
El corazón golpea fuerte y Martín respira profundo como
si estuviera cambiando todo el aire que lo inunda. Otra vuelta en la cama y la
certeza del sueño de sus compañeros. De pronto se estremece. Un recuerdo lo
arrebata de las sábanas. Un recuerdo que se revela por primera vez.
Muchas veces había comido solo mientras sus padres lo miraban sentados a la mesa. Conversaban de cualquier cosa mientras él devoraba la comida. “No, Martín. Ya comimos.” Le contestaban cada vez que Martín les convidaba de su plato. Nunca supo por qué algunas veces no lo esperaban para comer y compartir la mesa. Y tampoco logró descifrar las discusiones de sus padres en voz baja y el llanto de su madre. No era un llanto por Manuel o por algún pariente. Eran lágrimas por otra cosa, como le decía María y entonces, en esos momentos, veía la cabeza gacha de Manuel sin responder a sus preguntas.
4
Se saca la bufanda y pone a calentar una jarra con café, cuelga el sobretodo en el respaldo de la silla y se sienta, dicen los papeles de Martín escondidos en el bolso.
Todavía dormido, con los ojos
pegados por el sueño, se acerca tambaleando al baño. Se lava los dientes, la cara con agua fría y
simula peinarse. Apenas se mira en el espejo.
Arrastra los pies descalzos, como si siguiesen dormidos, se mete en el
patio. Es verano y el sol incendia el aire.
Debajo de la mesa de
madera y contra la pared descansan llenos de barro, los botines nuevos. Martín
los mira y piensa que son muy duros, que duelen, que debe ser porque son
nuevos. Que quizás, por eso jugó mal y a los cinco minutos del segundo
tiempo lo sacaron. Tal vez fue la lluvia,
dice y entonces sí, se agacha y
se estira por debajo de las castigadas maderas
que insisten en parecerse a una mesa. Alarga el brazo y agarra el par de
zapatos. Los mira. Siguen duros por el
barro seco. Los mira y se acuerda de su padre cuando se los compró el miércoles
pasado.
- Y bue... serán duros por eso. Resopla y comienza a limpiarlos.
A escasos centímetros,
sin que él lo supiese, una mujer, morena de cabellos más oscuros aún que
los de él, da por concluida la larga espera. Se pone de pie dejando caer las
túnicas que la cubren y desliza su cuerpo desnudo entre las sábanas. El
muchacho termina el último sorbo de café
y permanece con ambas manos en la taza, tratando de sentir el calor que
irradia.
El cuarto es húmedo y frío, la noche también. Está escrito, oculto en
el bolso.
5
“Hay mucha gente en la
calle todavía. Faltan sólo quince minutos para el clásico y el estadio es una caldera. Escuchen al público: ¡Impresionante! La tribuna
que da a la calle Luna se vistió
de gala. Así lo dicen las banderas que cuelgan del alambrado: Once partidos jugados, diez ganados y un
sólo empate. En momentos, va
estallar Parque de los Patricios.
Esto es una fiesta, pero mejor vayamos a la campaña del líder: Pompeya siempre con vos. Los pibes de Soldati. Te llevo en la sangre. Para vos, René. ¿Y cuántos goles tenemos? Barrio de la Quema, barrio de Ringo Bonavena.”
Debajo de la platea Alcorta Martín se agacha y ata los botines a la vieja usanza: por debajo del pie. Nunca en los tobillos. Se levanta las medias y las dobla justo debajo de las rodillas. Transpira.
“Treinta y cinco goles a favor señores y tan sólo siete en contra, un promedio de más de tres goles por partido.”
Hace mucho calor
en el vestuario y Martín empieza a dar saltitos en el lugar. Apenas oye el
rebote de la pelota y las risas de sus compañeros.
-Tranquilo Nene. Tranquilo– le dice el utilero y le palmea la espalda. Martín no responde, se concentra. Mete la camiseta dentro del pantalón y respira profundo un par de veces y mueve la cabeza para uno y otro lado. Luego realiza algunos ejercicios de precalentamiento.
“Con la siete González, la ocho para el negro Iturralde y con la camiseta número nueve el Nene Martín Rilli, que esta tarde debuta en primera división.”
El vestuario tiembla, se sacude de a ratos y los gritos del público son cada vez más fuertes. El técnico acaba de dar las últimas indicaciones y los golpea en la espalda a cada uno de los once que entrarán al campo de juego. Una extraña electricidad recorre el aire del vestuario.
“Todo listo en Parque de
los Patricios, en minutos los actores del espectáculo.”
6
Un pasillo en penumbras y
cinco metros adelante, un chorro de luz que cae del cielo en diagonal. Aquí, la
oscuridad y una sola voz, aguerrida: Este es el día y esta es nuestra gente. Llegó
el momento: ¡Por nosotros y por la camiseta!
Y los once comienzan a trotar hacia la luz, tan blanca como la camiseta
que se les pega a la piel. Corren, ahora sí, y suben con fuerza los escalones, como
una tromba se
meten en la
luz. El sol lastima los ojos
de Martín y el Palacio, enorme,
inacabable, estalla ante sus ojos.
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