Soñaban las mismas historias a miles de kilómetros de distancia. Una en un pueblo de Nebraska y el otro, acá, en Buenos Aires.
Hermosas
bestias cruzando doradas praderas, sudorosas bajo el sol del verano, en busca
de un arroyo o una vega suave como el atardecer, en donde detenerse.
Soñaban
lo mismo en cada enero o febrero, o en junio y septiembre. Soñaban con hileras
irregulares de bestias sudorosas, caminantes bajo el sol y despertaban
sedientos. Agónicos de sed.
Quizás
el tiempo, el azar y un congreso de varios días en México los juntó. Compartieron
algunas exposiciones, tragos y aplausos. Allí, cruzaron sus miradas y algunas
sonrisas. A la madrugada del segundo día se buscaron por el hotel. Ella, de
Nebraska y él, de Buenos Aires. Y cuando clareaba el día finalmente se
durmieron y soñaron –otra vez- la misma y diferente historia.
Ansiosas
y vitales, las manadas de búfalos llegaban al río y saciaban su sed.
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