
No
aprenden, dice el mozo. Estos
sí que no aprenden, repite mientras menea la cabeza y cierra con fastidio
la puerta del bar. Una mancha oscura, deforme se mueve desde la avenida. Un
amontonamiento de cucarachas excitadas, como si estuvieran reventándoles el
nido, se mueve de un lado a otro de la calle. Hace calor.
Ahí
va, van de nuevo, murmura el hombre. Y cómo no van a ir sí éstos no aprenden más.
Corre tomando impulso, tuerce el cuerpo, gira y
construye una parábola con su brazo derecho. El izquierdo va hacia adelante,
señalando el futuro.
Y ahí va, van de nuevo, van juntos. Son acaso una
docena o un poco más en medio del sol y la espesura sofocante de la tarde. Van
y luego, con los cuerpos agachados por el impulso y la descarga, retroceden
mientras otros, algo más de veinte, los reemplazan.
El sudor crece desde la remera, los músculos se
tensan, el corazón se acelera y van de nuevo. Ahora se escuchan detonaciones.
Una, dos y de golpe se vuelven incontables y los gases comienzan a esparcirse
por toda la plaza. Las gargantas comienzan a arder y se secan los paladares.
Martín se cubre parte de la cara, la boca y la nariz, con su pañuelo palestino
y mastica un pedazo de limón que sacó de la mochila. Huele la acidez del limón
y también la pólvora. Achica los ojos, observa. Y cuando descifra los
movimientos, avanza en diagonal hasta un contenedor de basura. Enfrente se
agrupan las cucarachas. Se ordenan y se cubren con cascos y escudos. Sacuden
sus patas… y vuelven a disparar sus escopetas
llenando de infierno la ciudad. Atrás se escuchan los bombos, las banderas.
Martín aguarda detrás del contenedor plástico y se
asoma cada tanto a espiar. Espera. Aguarda bajo el sudor y los gases que un
viento los ayude, porque no está solo. Son muchos, cientos los que esperan y se
cubren. Mientras los gases -gases, porque
son muchos, distintos, comprados en la extranjería por las alimañas mayores- se
espesan en algunos lugares al ritmo de las nuevas explosiones. Comienza el
fuego. Las cucarachas se aprestan a avanzar. Sí, de a poco aparecen algunos
focos. Dos, tres tachos de basura empiezan a arder y las llamas se alzan por el
aire. Entonces las cucarachas se detienen, se amontonan entre ellas; cambian de
estrategia y cambian el gas por el agua. El fuego las asusta y de golpe llega
un viento enorme que estira las llamas y abre caminos entre los gases. Martín
lo ve, y los pibes también lo ven. Aparecen arengas y nuevos gritos de
victoria; sonrisas.
Se respira mejor y se aclara la vista. Entonces se
cargan de piedras y van, van de nuevo. Zigzaguean entre el humo, avanzan y
retroceden de manera sincronizada, armónica como si fuera un ballet en una
nueva intifada argentina.
No
aprenden más, no aprenden más, repite el mozo y
sonríe.
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