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El set de televisión

Cuando Martin Rilli comenzó a bajar por las escaleras que lo llevarían hasta el estudio de televisión, tuvo un pequeño déja vu. Las luces blancas que iluminaban el centro del estudio, cenitales, lo llevaron de golpe a otro tiempo y a otro lugar.  

Ahora –en aquel tiempo pasado- las luces centellean en la noche y ocultan las caras que lo buscan. Zumban rabiosas como moscas bajo un cielo estrellado y frío. El cansancio y el hambre causan un daño preciso, constante que se expresa en calambres y dolores de cabeza. Y ahora, las moscas pasan veloces a diestra y siniestra…  Escucha gritos, ordenes, sin tregua. De pronto, un fogonazo estalla a centímetros de su cuerpo y el brazo le comienza arder; late. Entonces, con gran esfuerzo se cuelga el fusil por la espalda y se esconde en el matorral.

Vamos, le dijo uno de los asistentes del programa más visto del domingo tomándolo del brazo. Vamos, es su turno.


Rilli avanzó hacia la luz del estudio y una sonrisa pulcra vino a su encuentro. Le dolían los pies, como si hubiera estado durante horas caminando a la vera de un arroyo, pisando grava y piedras redondas. Escuchó unos aplausos en eco y de fondo su nombre. Le indicaron donde sentarse y le preguntaron por su investigación. No habló. Había visto esa cara antes, pensó. En otro tiempo y lugar.      

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