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Lo que soy


El Caballero Rojo, famoso luchador de la troupe de Martín Karadagian. Ese fui yo.
También un flautista frustrado y asustadizo, de soplido entrecortado. Fui jugador de fútbol. Más precisamente arquero de buenas y malas tardes, de penales atajados y goles imposibles. Pero fui, y eso es suficiente.


Fui campeón con el equipo de la escuela y los rezos de la madre de un compañero del equipo. Ante cada definición por penales, la Madre rezaba detrás del arco en donde realicé las proezas de un héroe. ¡Campeones del Instituto Bernasconi! Promoción 1985.

También me fui al descenso en la Cancha de Vélez en el otoño de 1986 en una definición por penales, apenas un par de meses antes que gritáramos ¡Campeones del Mundo! con el Diego del Pueblo y la Mano de Dios.

Fui un chico tímido durante los primeros años de la escuela secundaria ante la presencia de mis compañeras. La primaria había sido de varones. Pero, como vengo de una casa de muchas y fuertes mujeres, enseguida descubrí su encanto.

Vengo de un barrio reo. Jugué al fútbol en los empedrados de la calle Colonia y la única camiseta que tocó mi piel fue la del glorioso Huracán. Los pibes del barrio habían pintado las paredes con la frase Luca no dead en un diciembre que se volvió insoportable.

Coleccioné cassettes y revistas de rock. Tuve cierta fama de conocedor de bandas y solistas 
nacionales. A los quince fui con una novia a mi primer recital, en un teatro de la calle Corrientes. Fui casi habitué de Cemento y del Teatro Arlequines.

Fui a los pubs de San Telmo. Fui al Viejo Correo, Museum, a Arpegios y a muchos más que no recuerdo. Estuve la noche en que Willy Crook hizo apagar los ventiladores en un local de Mar del Plata porque estropeaba el sonido.

Juanse se trepaba a los parlantes y luego nadaba sobre el público. Conocí Halley, cuando estaba en la avenida Corrientes pero viendo a Divididos y a un Mollo enojado por las “máquinas de humo”.

Estuve en el pogo más grande del mundo.

Fumé y tomé porquerías porque Bukowski, porque Onetti, porque la vida…

Y una noche lloré, puteé y rogué no volverme un personaje más.

La leyenda cuenta que antes del llanto me rescataron dos ángeles en una calle de Palermo, me recompusieron un poco y subieron a un taxi. Después escondí las ropas y las sábanas de la pensión para que no me echaran.

Había dos putas haitianas en la pensión de la calle Chile que siempre olvidaban sus prendas más íntimas en los baños compartidos.

También había una evangelista que se despertaba todos los días a las cuatro de la mañana para orar. Y una parejita que alquilaba un cuarto al lado de la escalera. Ella, recortaba mariposas de papel de revista y las pegaba en la puerta y la pared de su habitación.

Al cuarto de la pensión mudé una mesa vieja, pero de buena madera; dos sillas maltratadas y una cafetera que se ponía en la hornalla de la cocina y cuando hervía el agua se mezclaba con el café y llegaba a burbujear en una esfera de vidrio que estaba en la tapa.

Me detengo y siento con el asombro de un horror sagrado, que también soy un río. Un río y una fuga. Quisiera recuperar días y noches, recuerdos y sueños. No puedo.

En el cuarto de la pensión alcancé la Felicidad.

Milité en política desde los trece hasta hoy y me gusta caminar por los barrios, el color de mi gente y sus costumbres.

Certezas muy pocas, solo mis hijos me sobrevivirán.

Viajé poco y leí mucho más. Me quisieron bastante.

Escribí algunas hojas, no más.


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