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El cuerpo, otra vez


Los días habían transcurridos con una monotonía ostensible de calor y humedad creciente. Humedad que Martín creía anunciadora de lluvias y tormentas, de crecidas y camalotes con víboras en las márgenes del Paraná. Casi diez días calculaba Martín de su llegada a Goya, su encierro y lenta recuperación del cuerpo. No ha sido penoso – piensa, aunque sabe que falta todavía. Pero se siente con fuerzas y ánimo rejuvenecido. Ha salido a caminar por el vecindario durante las tardes. Llegó hasta el río una mañana rosada y creyó descubrir los saltos del dorado con vigorosidad envidiable. Ha podido tomar algunos mates en los últimos días y eso le dibujó una sonrisa casi completa ganándole terreno a la parálisis.

De apoco, dejó de jugar con la pistola y se olvidó de los caracoles cuando abrió la ventana y dejó entrar al sol. Ordenó los libros y juntó los papeles que había comenzado a garabatear.  Se animó a salir cuando las vecinas charlaban en las tardecitas bajo a la sombra de los árboles y la frescura del tereré.  El influjo de sus voces lo arrancaba del catre a la calle, al perfume de la tierra y las plantas silvestres, a la belleza de sus pies descalzos y la risa pícara. Lo invadía una energía terrible, hinchaba sus pulmones de aire y Martín sonría contento, feliz.   

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