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Una noche como cualquier otra


Acabó la última copa de vino y lo invadió una dulce y suave borrachera. Sonrió en la penumbra de la casa y subió a su cuarto. De fondo, creyó escuchar las primeras gotas de lluvia golpeando contra la ventana. Sonrió satisfecho, olvidándose de todo, del trabajo, de las noticias, de la lluvia y se metió en la tibieza de las sábanas limpias, perfumadas.

La tormenta había ido creciendo en la madruga. Imperceptible a los oídos de Paul que recién la descubrió cuando el borboteo era incesante y el agua bajaba a raudales por la escalera de la terraza. Se sentó en la cama y le pareció extraño el sonido de la lluvia. Pensó que había tomado demasiado. No, no eran las típicas gotas golpeando contra el techo de chapa del cuarto de los objetos viejos, ni las gotas golpeando contra las persianas cuando el viento sopla del este. No, era distinto. Como a caño roto, como a canilla abierta. ¡La ventana quedo abierta! Pensó de pronto y trepó los escalones de madera, teniendo cuidado de no resbalar, hasta la entrada a la terraza. Pero no, por ahí no era. Se frotó la cara para despabilarse, aún era de noche y ya estaban en noviembre. ¿Cuatro, cinco de la mañana? Más no puede ser… y pensó un instante en el largo día que lo aguardaba. De golpe recordó que no estaba solo, que abajo, dormían los chicos. Entonces bajó apurado y vio como una gruesa hilera de agua pasaba entre las dos camas y llegaba hasta la puerta de calle. Cuatro metros adelante, formando un gran charco en medio de la cocina. En ese instante, el leve exceso de alcohol comenzó a latirle en la sien derecha. Siempre le pasa lo mismo, una copa de más y el suave repiquetear en el lado derecho de la cabeza. Dudó un instante y volvió a trepar las escaleras. Buscó la llave de la puerta y luego de correr los diferentes cerrojos, abrió. La luz del farol de la calle se reflejaba en el agua que cubría toda la terraza y rebalsaba los diez centímetros de elevación que había entre la terraza y el interior. Por ahí bajaba una catarata y como la escalera era estilo caracol, sólo el último escalón estaba mojado ya que el agua se escurría por los agujeros de los peldaños -contrahuella- evitando mojar los restantes. Entonces, frente a la laguna que cubría toda la terraza, tomó coraje y se mandó bajo la lluvia que continuaba fuerte y pareja. En segundos quedo cubierto de lluvia, se apuró y resbaló en medio del agua salpicando para todos lados. Por suerte, pensó, la gran cantidad de agua amortiguó el golpe. Tardó unos segundos en reaccionar. Estaba tendido boca arriba con el agua cubriéndole las piernas y la mitad de la cara. Sintió frío y una punzada en los riñones. Se sentó bajó la lluvia y trató de sacarse el agua de los oídos. Siempre sufrió de dolor de oídos, de niño casi lo operan y luego de un largo tratamiento lleno de pinchazos y jarabes intragables, las sistemáticas infecciones desaparecieron. Se paró y con sumo cuidado, avanzó con el agua a mitad del tobillo. Se corrió el pelo que chorreaba agua de la cara y alcanzó a ver, o eso creyó, algo entre las ramas del árbol. Como si alguien escondido entre las hojas y la lluvia lo espiaba. Se asustó y apuró la tarea. Hundió las manos en el charco y tanteó el suelo resbaladizo y lleno de hojas hasta que encontró la rejilla. Con ambas manos sacó hojas, ramitas y barro. Hubo un pequeño remolino y sintió un tirón. Pero enseguida volvió a taparse. Entonces, agarró con ambas manos la rejilla y tiró. No se movió, apenas un temblor que le sacudió los brazos. Tomó aire y volvió a intentarlo. Pero esta vez logró darle un fuerte tirón y casi se cae. Chapoteó como un chico y de pronto una fuerte corriente lo tomó de los pies y como si le hicieran una zancadilla, cayó nuevamente de espaldas. Pero esta vez el golpe fue más fuerte y quedó medio dormido. No supo cuánto tiempo pasó así, tendido de espaldas, cubierto de agua y hojas. Apenas alcanzó a manotear una maceta cuando un fuerte tirón lo tomó desde las piernas y lo arrastró con fuerza hacia el desagüe. La maceta se quebró llenando de barro las manos de Paul. Se dio vuelta y tragó agua, mucha agua, resopló y volvió a manotear mientras era atraído cada vez con más fuerza desde la rejilla que ahora se había transformado en una oscura y profunda boca insaciable de hojas, barro, agua y hombre.

Desde el árbol, la extraña criatura acomodó su cuerpo y Paul creyó que lo hacía para contemplarlo mejor. Se debatió con fuerza entre el agua, el barro y la noche, mientras la enorme boca no dejaba de succionarlo. Agotado y con un miedo atroz, cesó de pelear y se dejó llevar por la fuerza del agua.   

  

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