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A 10 años del 19 y 20 de diciembre




Que así sea

Me sorprendió escuchar su voz, aunque esperaba el llamado desde hace años. Casi no tuve tiempo de conmoverme. De golpe viajaron al presente infinitas imágenes de aquellos tiempos en donde habíamos sido felices, a pesar del mundo y de nuestra estúpida ingenuidad adolescente. Alejarme de él, me impuso la certeza de nuestro amor. Porque cuando ya no estuvo, supe que era él a quién yo buscaba.

Llamó una tarde, y bastó con escucharlo delirar de fiebre, de odio, de pedir venganza. Alcanzó su respiración agitada y la voz lastimada, en las eternas noches de insomnios y frustraciones. Esa misma tarde supe que le iba a decir que sí a cualquier cosa, sin rodeos y sin saber que tenía para proponerme.

Cuando llegó, el tiempo había disuelto los rencores. Lo supe cuando empezó a hablar: “...años y generaciones de opresión y humillación, hasta que decís basta casi sin darte cuenta, y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, tenés la idea, -decía tironeándose de la barba que había crecido en mi ausencia, sin mis besos ni caricias- el acto consumado y reparador en la cabeza.” Dijo esto y otras cosas intentó decir, pero ya estábamos desnudándonos en la cocina. El agua se evaporó en la pava y nosotros volvíamos a empezar, pero esta vez en la cama y completamente desnudos.

“Producir un acto de violencia que les haga sentir miedo. Que sepan, que, si queremos los vamos a buscar” dijo en la madrugada cuando no dormía y contaba una y otra vez los hechos de diciembre. “Aunque parezcan distintos, aunque tengan distintas jerarquías y los oficiales provengan de las clases acomodadas, son lo mismo. Los unifica el odio a la vida, a lo distinto, siempre serán mal paridos”. Lo dejé hablar, vaciarse de palabras como antes lo habíamos hecho de ansiedades y deseos, de furias y de miedos. Después, a la mañana, detalló minuciosamente la idea y habló de José, un amigo de confianza, “casi un hermano” que realizaría una parte esencial del plan que nos ayudaría a regresar con vida.

En los días siguientes caminó el barrio, cronometró algunas distancias, dibujó planos con la ayuda de una filcar, marcó cruces y flechas. Habló con su amigo y le explicó lo de la camioneta y la actuación después del choque. Por mi parte, preparé la moto y recorrí ante su insistencia las calles pintadas de rojo en el plano. Nunca hablamos del pasado; tampoco del futuro. Fuimos bestiales siempre e intemperantes. Injustos con los tiempos y el alcohol; casi nueve años habían pasado.

Transcurrieron días calurosos, llenos de agua y viento. Como si lentamente y entre todos, hubiéramos empujado esta ciudad al trópico. Durante ese tiempo nos encerramos a esperar. Hasta que llegó el momento. Aquel día Martín quemó los planos, acomodó en su chaleco las dos botellas y colocó la escopeta en la mochila que llevaba en mi espalda. La dejó abierta y con el caño hacia fuera forrado en diario.

Nunca supe, hasta el momento en que Martín arrojó la segunda molotov por la ventana de la comisaría y el fuego abrazaba las cortinas, y José estrellaba la camioneta contra la entrada impidiendo la salida de policías, que todo esto era cierto y no un delirio de su mente afiebrada. Entonces, conduciendo a contramano por la calle Perú, escuché las descargas de la escopeta contra los patrulleros estacionados en la calle, y aceleré a fondo mientras Martín me mordía un hombro y aullaba al cielo.


San Telmo, marzo de 2002.

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