
Sabés, siempre me imaginé que serias así, murmuró arqueándose sobre las sábanas, tan animal, dijo jadeando, después de un primer momento algo brusco, apurados por la ansiedad. Sí, sabía que podía ser así, repitió la chica a la que hasta hace un rato, no se había animado a encarar y sin embargo, ahora, están metidos en un telo, uno adentro del otro, hamacándose con fuerza, con pasión. Y Martín no puede quitarle los ojos al tatuaje que tiene en el final de su espalda. No puede; está como imantado. Se sacuden con fuerza y la toma con ganas de la cintura, acaricia el dibujo con la yema de sus dedos y a ella se le eriza la piel de la espalda, del culo alzado, sí, repite en un quejido que se desvanece. Entonces, él la aprieta contra sus muslos como queriendo retenerla, intentando evitar un final, sabiendo que no podrá olvidar su voz, su cuerpo y se abandona a su olor, a sus movimientos.

Ahora se ha levantado del sillón para cambiar la yerba y traer algo de agua. Camina descalza sobre las maderas lustrosas del piso y mueve naturalmente - sin intención, cree Martín- el culo de un lado a otro. Él se acomoda en el sillón y se pone la remera que había quedado enredada con la polera de ella en el piso. Mira las medias, su pantalón y la ropa interior femenina dispersas en el suelo. Ahora, ella lo mira desde la cocina, casi de perfil, mientras va llenando el termo y el vapor trepa hasta los rulos de su pelo grueso y oscuro.
Hace frío, dice y los pezones respaldan sus palabras irguiéndose de nuevo, oscuros, desafiantes a su boca. Es que estás lejos, le responde algo cursi y sincero. Vení, le dice, corriéndose en el sillón, señalándole dónde sentarse. Y ella va. Y entonces van de nuevo, se enredan otra vez y él la muerde con suavidad y ella se ríe y acomoda sus piernas, y trata de dejar el termo en algún lado pero el no la deja y el termo se cae, rueda sobre las maderas del piso,
el agua se derrama y
el mate vuelve a enfriarse.

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