
Enero
Casi las diez de la mañana y apenas logro levantarme. Tropiezo en la penumbra pegajosa de la habitación. Abro las persianas para sentir correr algo de aire. El día amaneció nublado. Plomizo, pienso y una puntada en la sien izquierda me recuerda el trabajo atrasado y la mala noche. Tengo el cuerpo pegajoso y ahora huelo la agresividad del sudor en las sábanas y en la piel. ¿Cuántos días llevo metido en esta pieza? ¿Cuántos días dándole vueltas al teclado, hasta llenarlo de agua, de sudor?
Es enero en Buenos Aires. Una pesadilla.
A un costado del cuarto en donde trabajo, duermo y a veces como, hay una pileta. Una pileta de lona verde, llena de delfines simulando arabescos. Abro la puerta y la frescura insolente del nuevo día se mete en la pieza junto con hojas amarillas, secas por el sol. No aguanto mi transpiración.
Me meto en la pileta desnudo entre hojas e insectos muertos, ahogados. Me sumerjo una y otra vez hasta sentir lentamente descomprimirse los parpados y los pómulos bajo el frío del agua.
En la terraza de al lado la vecina dejó de tender la ropa y se ha quedado mirando. Simulo no verla y aguardo su ausencia para regresar a la pieza.
Se apilan los papeles y la tierra en la mesa de luz. Una Historia de las ideas argentinas a medio terminar, llena de marcas; anotaciones al margen sobre los papeles inéditos de Chinaski, dos revistas académicas y recortes de diarios. Subrayados, los recortes de diarios, a dos colores. Sobre el piso, hojas de árboles y tierra. Dos libros de Onetti, Para esta noche y La vida breve, abierta y marcada por cuarta o quinta vez. Dos botellas de pisco, una vacía y manchas en el piso. Manchas de agua, de alcoholes varios, de sudor en las tablas del piso.
Me siento frente al monitor y divido en dos la pantalla. De un lado el blog a medio renovar, del otro la página en blanco. Tecleo: vas a estar lista –dudo, borro y vuelvo a empezar: vas a creer que estás lista cuando lo ves llegar… sin embargo te asustás. No, borro de nuevo, reescribo y agrego: … sin embargo no lo esperabas así. Te sorprenden sus ojos blancos, incoloros. La mirada arrasada, vacía, por tantas cosas que había visto en su vida. Empiezo a transpirar. Gotas de sudor me caen desde los brazos, las manos empastadas entorpecen aún más la pereza mental, como si el cerebro fuese una máquina de relojería y necesitara una limpieza. Quitar las partículas de tierra y lubricar las piezas con delicadeza para que todo vuelva a deslizarse suavemente, engranaje con engranaje, y así, volver a empezar. Me levanto de la mesa y dejo la máquina. Doy una vuelta por el cuarto paseando la vista por las manchas de humedad. Pestañeo seguido, me arden los ojos. Voy hacia la puerta de chapa acanalada que me separa de la pileta, de la terraza, tendría que pintarla… no pasará el próximo invierno cuando las lluvias... El monitor centellea y comienzan a desfilar fotos, imágenes, dibujos hasta desaparecer y fundirse en un negro azulado.
Abro la puerta y de nuevo me abraza una brisa fresca.
Al lado de mi casa –una pieza bastante amplia con baño al descubierto; todo, en la terraza de un viejo edificio de Barracas- hay otra terraza. Hasta allí, apenas unos metros algo más arriba, la vecina sube a colgar la ropa recién lavada y mira jugar a los chicos del edificio en la pelopincho. La frescura y el perfume de la ropa llegan hasta mi pieza de a pequeñas y renovadas brisas.
Trabajo hasta tarde y duermo hasta una hora antes del mediodía. De modo que por aquellos días desayunaba unos mates y cuando el sol comenzaba a no dar tregua partía hacia el estudio. Otra covacha algo más fresca y en el centro de la ciudad. La covacha es compartida con otros dos o tres artistas. Porque eso soy, un artista del hambre. Un historietista y dos diseñadores gráficos que suelen pagar la mayor parte del alquiler. Compartimos el espacio durante unas horas diarias y luego, por turnos prefijados, cada uno lo usa como quiere. A mi me tocan los lunes y martes desde las seis de la tarde.
La mujer que me acompañó en los últimos años se ha ido; hace un mes y el alcohol profundiza ciertas tendencias llevándome de un lado a otro. Paso horas frente a la computadora, insomne, idiota, casi sin poder producir tres o cuatro líneas que valgan la pena. Por suerte la pileta esta ahí, a unos metros del fracaso y cuando mis sienes se dilatan al punto de estallar, voy y me hundo en el agua. Paso horas así. Dando vueltas por el cuarto, metiendo una que otra palabra en la máquina, componiendo una sinfonía difusa y torpe que alguna vez terminaría siendo una novela, y luego un chapuzón y a deambular desnudo por la terraza.
***
Termino de teclear deambular desnudo por la terraza, ansiando en mis pensamientos que aparezca la vecina, que venga a tender la ropa y me vea así, desnudo, andando bajo el rayo del sol. Que vea mis piernas flacas, escasamente peludas y se detenga en donde más quiera. Tal vez, en la mancha rosada sobre el muslo izquierdo, recuerdo de un anzuelo encarnado. Grabo y apago la pc. Me pierdo en posibles divagaciones y reviso apuntes hasta que me distraigo en las luces del monitor. Me levanto en busca de más agua y en la cocina recuerdo el lavarropas. Anoto en las hojas sueltas que tengo para no olvidarme las ideas que me asaltan se asoma entre la humedad de la ropa y mira. Mira sin cuidados como queriendo mostrarse o acaso el deseo la sorprende como un puma ante su presa. Cargo la palangana y subo por la escalera. Me detengo a mitad de camino y busco en el bolsillo el papel y lo corrijo. Tacho como un puma ante su presa. El sol reverbera sobre las chapas del viejo toldo aumentando brutalmente el calor en los últimos escalones. Al fin, alcanzo la terracita. Dejo la ropa a un lado y me asomo silenciosa a la terraza vecina. Hay pequeños charcos rondando la pileta; huellas desnudas (pisadas efímeras) sobre las baldosas. La puerta de la pieza está entreabierta. Transpiro. Dejo la palangana en el piso y me acerco. Me trepo a la pequeña medianera y me siento con las piernas hacia la terraza vecina. El ritmo del corazón se acelera y me arrepiento y cuando estoy por volverme se engancha el borde de la falda con un clavo oxidado que está en la pared. Tironeo y arranco un pedazo del vestido, pero el envión me depositó del otro lado. Parezco un beduino, pienso, transpirada y con el corazón a mil. La pileta está a unos pasos y las huellas de agua comienzan a evaporarse. Como si estuviera imantada, presa del deseo (cuánta cursilería) camino hacia el rectángulo de sombra que recorta la puerta.
-Te estaba esperando- escuché en la oscuridad.
Tendido boca arriba en la cama, un miembro flácido y grande enmarcado en un delgado y largo cuerpo oscuro antecedió a las palabras.
-Te estaba esperando- repitió -cerrá la puerta.
Traté de acomodar los ojos a la penumbra del lugar y obedecí.
Verano de 2011, Bs. As.
Casi las diez de la mañana y apenas logro levantarme. Tropiezo en la penumbra pegajosa de la habitación. Abro las persianas para sentir correr algo de aire. El día amaneció nublado. Plomizo, pienso y una puntada en la sien izquierda me recuerda el trabajo atrasado y la mala noche. Tengo el cuerpo pegajoso y ahora huelo la agresividad del sudor en las sábanas y en la piel. ¿Cuántos días llevo metido en esta pieza? ¿Cuántos días dándole vueltas al teclado, hasta llenarlo de agua, de sudor?
Es enero en Buenos Aires. Una pesadilla.
A un costado del cuarto en donde trabajo, duermo y a veces como, hay una pileta. Una pileta de lona verde, llena de delfines simulando arabescos. Abro la puerta y la frescura insolente del nuevo día se mete en la pieza junto con hojas amarillas, secas por el sol. No aguanto mi transpiración.
Me meto en la pileta desnudo entre hojas e insectos muertos, ahogados. Me sumerjo una y otra vez hasta sentir lentamente descomprimirse los parpados y los pómulos bajo el frío del agua.
En la terraza de al lado la vecina dejó de tender la ropa y se ha quedado mirando. Simulo no verla y aguardo su ausencia para regresar a la pieza.
Se apilan los papeles y la tierra en la mesa de luz. Una Historia de las ideas argentinas a medio terminar, llena de marcas; anotaciones al margen sobre los papeles inéditos de Chinaski, dos revistas académicas y recortes de diarios. Subrayados, los recortes de diarios, a dos colores. Sobre el piso, hojas de árboles y tierra. Dos libros de Onetti, Para esta noche y La vida breve, abierta y marcada por cuarta o quinta vez. Dos botellas de pisco, una vacía y manchas en el piso. Manchas de agua, de alcoholes varios, de sudor en las tablas del piso.
Me siento frente al monitor y divido en dos la pantalla. De un lado el blog a medio renovar, del otro la página en blanco. Tecleo: vas a estar lista –dudo, borro y vuelvo a empezar: vas a creer que estás lista cuando lo ves llegar… sin embargo te asustás. No, borro de nuevo, reescribo y agrego: … sin embargo no lo esperabas así. Te sorprenden sus ojos blancos, incoloros. La mirada arrasada, vacía, por tantas cosas que había visto en su vida. Empiezo a transpirar. Gotas de sudor me caen desde los brazos, las manos empastadas entorpecen aún más la pereza mental, como si el cerebro fuese una máquina de relojería y necesitara una limpieza. Quitar las partículas de tierra y lubricar las piezas con delicadeza para que todo vuelva a deslizarse suavemente, engranaje con engranaje, y así, volver a empezar. Me levanto de la mesa y dejo la máquina. Doy una vuelta por el cuarto paseando la vista por las manchas de humedad. Pestañeo seguido, me arden los ojos. Voy hacia la puerta de chapa acanalada que me separa de la pileta, de la terraza, tendría que pintarla… no pasará el próximo invierno cuando las lluvias... El monitor centellea y comienzan a desfilar fotos, imágenes, dibujos hasta desaparecer y fundirse en un negro azulado.
Abro la puerta y de nuevo me abraza una brisa fresca.
Al lado de mi casa –una pieza bastante amplia con baño al descubierto; todo, en la terraza de un viejo edificio de Barracas- hay otra terraza. Hasta allí, apenas unos metros algo más arriba, la vecina sube a colgar la ropa recién lavada y mira jugar a los chicos del edificio en la pelopincho. La frescura y el perfume de la ropa llegan hasta mi pieza de a pequeñas y renovadas brisas.
Trabajo hasta tarde y duermo hasta una hora antes del mediodía. De modo que por aquellos días desayunaba unos mates y cuando el sol comenzaba a no dar tregua partía hacia el estudio. Otra covacha algo más fresca y en el centro de la ciudad. La covacha es compartida con otros dos o tres artistas. Porque eso soy, un artista del hambre. Un historietista y dos diseñadores gráficos que suelen pagar la mayor parte del alquiler. Compartimos el espacio durante unas horas diarias y luego, por turnos prefijados, cada uno lo usa como quiere. A mi me tocan los lunes y martes desde las seis de la tarde.
La mujer que me acompañó en los últimos años se ha ido; hace un mes y el alcohol profundiza ciertas tendencias llevándome de un lado a otro. Paso horas frente a la computadora, insomne, idiota, casi sin poder producir tres o cuatro líneas que valgan la pena. Por suerte la pileta esta ahí, a unos metros del fracaso y cuando mis sienes se dilatan al punto de estallar, voy y me hundo en el agua. Paso horas así. Dando vueltas por el cuarto, metiendo una que otra palabra en la máquina, componiendo una sinfonía difusa y torpe que alguna vez terminaría siendo una novela, y luego un chapuzón y a deambular desnudo por la terraza.
***
Termino de teclear deambular desnudo por la terraza, ansiando en mis pensamientos que aparezca la vecina, que venga a tender la ropa y me vea así, desnudo, andando bajo el rayo del sol. Que vea mis piernas flacas, escasamente peludas y se detenga en donde más quiera. Tal vez, en la mancha rosada sobre el muslo izquierdo, recuerdo de un anzuelo encarnado. Grabo y apago la pc. Me pierdo en posibles divagaciones y reviso apuntes hasta que me distraigo en las luces del monitor. Me levanto en busca de más agua y en la cocina recuerdo el lavarropas. Anoto en las hojas sueltas que tengo para no olvidarme las ideas que me asaltan se asoma entre la humedad de la ropa y mira. Mira sin cuidados como queriendo mostrarse o acaso el deseo la sorprende como un puma ante su presa. Cargo la palangana y subo por la escalera. Me detengo a mitad de camino y busco en el bolsillo el papel y lo corrijo. Tacho como un puma ante su presa. El sol reverbera sobre las chapas del viejo toldo aumentando brutalmente el calor en los últimos escalones. Al fin, alcanzo la terracita. Dejo la ropa a un lado y me asomo silenciosa a la terraza vecina. Hay pequeños charcos rondando la pileta; huellas desnudas (pisadas efímeras) sobre las baldosas. La puerta de la pieza está entreabierta. Transpiro. Dejo la palangana en el piso y me acerco. Me trepo a la pequeña medianera y me siento con las piernas hacia la terraza vecina. El ritmo del corazón se acelera y me arrepiento y cuando estoy por volverme se engancha el borde de la falda con un clavo oxidado que está en la pared. Tironeo y arranco un pedazo del vestido, pero el envión me depositó del otro lado. Parezco un beduino, pienso, transpirada y con el corazón a mil. La pileta está a unos pasos y las huellas de agua comienzan a evaporarse. Como si estuviera imantada, presa del deseo (cuánta cursilería) camino hacia el rectángulo de sombra que recorta la puerta.
-Te estaba esperando- escuché en la oscuridad.
Tendido boca arriba en la cama, un miembro flácido y grande enmarcado en un delgado y largo cuerpo oscuro antecedió a las palabras.
-Te estaba esperando- repitió -cerrá la puerta.
Traté de acomodar los ojos a la penumbra del lugar y obedecí.
Verano de 2011, Bs. As.
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