
El grito desgañitado del locutor anticipó los disparos al aire que comenzaron a sonar por todo el barrio. Era la Copa América y las esperanzas se renovaban en cada gol guaraní. Cinco goles fueron esa noche y la balacera arreció hasta bien entrada la madrugada. Apenas era la primera ronda, el debut ante Ecuador o Colombia no podía ser más auspicioso. Un seleccionado más débil, pero el motivo era bueno para festejar. Cuando los tiros se fueron apagando comenzó la cumbia paraguaya, romántica y con cuerdas.
Dimos una vuelta por la casa de Tito y Noelia. La cumbia dulzona se escuchaba de lejos mezclándose entre sapukáis y tiros aislados. Al llegar nos sorprendió una fiesta: decenas de camisetas albirrojas se agitaban al ritmo de la cachaca y las chichis, revoleando sus caderas... Como si faltara algo, de pronto aparecieron tres gordos disfrazados de Chilavert que al grito de ¡Viva el pororó! comenzaron a repartir cerveza y faso. ¡Qué noche hermanito! ¡Cuánta locura y alegría contenida! Todo estalló de golpe, con la palomita del Changui Cáceres y el primer gol. Si hasta Rilli lo gritó y eso que andaba entretenido en otra cosa, haciéndose el galán no paraba de piropearla a la Lore que se había puesto una mini blanca bordeando el escándalo.
Meta arpa y trencito en medio de los pasillos. Meta cumbia y bailongo hasta tarde, bien tarde. Eso sí, se complicó la vuelta. Al otro día había que laburar, era jueves y no nos habíamos acostado. Bueno, acostado sí pero no dormimos. Si había tanta alegría que nos convencimos que el tiempo había sido abolido y el Paraíso anclaba, definitivamente en la villa. A la obra no fue nadie, puteaba el capataz a más no poder. Otra que la enfermedad de los lunes, era el festejo del campeón.
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