
PALOMAS
El sol entraba oblicuo por la ventana, cuando el hombre calentaba, al fuego de una vieja y destartalada cocina, el agua para el mate. Paseó, sin intención, la vista por sobre los techos de lata y pensó en la miseria del barrio. Acomodó la yerba en la calabaza y echó un primer y humeante chorro de agua. Ahí hundió la bombilla cuando unos ruidos le llamaron la atención. Despreocupado se asomó por la ventana y observó como decenas de palomas se apiñaban sobre unos trozos de pan. Otra vez la vieja del séptimo, pensó y volvió su atención al mate y al agua. Se cebó y tomó un primer mate mientras se entretenía mirando comer y pelear a dos grandes palomas. Hacía varios meses que vivía en ese departamento y nunca, salvo cuando Facundo corría hacia el balcón señalando las palomas al grito de ¡uh! ¡uh! Y él, su padre, corría a atajarlo antes de llegar a la puerta, les había prestado demasiado tiempo.
Las palomas, que habían terminado con las migas de pan, caminaban en círculos picoteando aquí y picoteando por allá. Es cierto eso de que arrastran el ala, pensó al ver el cotejo de un macho bastante maltrecho a una delgada y casi blanca paloma. Sin darse cuenta caminó hacia el balcón y les arrojó unos pedazos de galletitas que trituró entre sus dedos. Sobre el techo del depósito las palomas volvieron a arremolinarse.
De pronto escuchó murmullos, una voz quejosa, dolorida de mujer mascullando insultos. Las palabras, los insultos fueron creciendo de a poco hasta mostrar las carnes enjutas de la mujer. “La muerte es injusta” decía a viva voz, alzando un brazo y caminando en círculos por la terraza. “Es muy injusta, y más ahora, en estos tiempos, y yo que estoy sola, muy sola...” decía la vieja caminando hacia las palomas. Sus piernas flacas y amarillas, manchadas de várices, temblaban a cada paso bajo un camisón hecho hilachas.
La mujer caminó unos pasos y quedó en el centro de las palomas. Estas dejaron de comer. El hombre se acercó aún más a la baranda del balcón y la miró, sin esconderse, de frente. Pero ella no lo vio. Dos palomas que estaban en un balcón vecino se posaron en los hombros de la mujer, que ahora mascullaba palabras desconocidas.
“¿Cómo pudo ocurrir? ¿cómo? Yo tan joven fui, tan hembra... parí cuatro críos, tres machitos. Todos míos, de mi carne, todos...”
El sol había comenzado a ocultarse tras los edificios y deformaba la silueta de la vieja que sombreaba el techo de chapa y membrana. Cuatro, o cinco palomas habían llegado volando de otro edificio y le tironeaban del camisón. “La plaga, las siete plagas que asolaron Egipto, acá, fueron tres. No fue necesario más. Y yo que estoy tan sola...”
De pronto se oscureció el cielo. Fue sólo un momento. Cientos de palomas aleteando fueron descendiendo y acomodándose en el círculo que trazaba la vieja en su andar. Pasaba el tiempo y la mujer y las palomas continuaban girando. Algunos vecinos se molestaron y pidieron silencio. Otros querían enterarse y pedían silencio a los que pedían silencio. Y poco a poco se fueron abriendo todas las ventanas, y los balcones se llenaron de vecinos. Entones Facundo, que había llegado en brazos de su madre, corrió hasta el balcón señalando a las palomas. Cuando se abrieron todas las ventanas, la vieja dejó de caminar en círculos, avanzó feliz y se echó a volar entre los edificios seguida por cientos y cientos de palomas.
El sol entraba oblicuo por la ventana, cuando el hombre calentaba, al fuego de una vieja y destartalada cocina, el agua para el mate. Paseó, sin intención, la vista por sobre los techos de lata y pensó en la miseria del barrio. Acomodó la yerba en la calabaza y echó un primer y humeante chorro de agua. Ahí hundió la bombilla cuando unos ruidos le llamaron la atención. Despreocupado se asomó por la ventana y observó como decenas de palomas se apiñaban sobre unos trozos de pan. Otra vez la vieja del séptimo, pensó y volvió su atención al mate y al agua. Se cebó y tomó un primer mate mientras se entretenía mirando comer y pelear a dos grandes palomas. Hacía varios meses que vivía en ese departamento y nunca, salvo cuando Facundo corría hacia el balcón señalando las palomas al grito de ¡uh! ¡uh! Y él, su padre, corría a atajarlo antes de llegar a la puerta, les había prestado demasiado tiempo.
Las palomas, que habían terminado con las migas de pan, caminaban en círculos picoteando aquí y picoteando por allá. Es cierto eso de que arrastran el ala, pensó al ver el cotejo de un macho bastante maltrecho a una delgada y casi blanca paloma. Sin darse cuenta caminó hacia el balcón y les arrojó unos pedazos de galletitas que trituró entre sus dedos. Sobre el techo del depósito las palomas volvieron a arremolinarse.
De pronto escuchó murmullos, una voz quejosa, dolorida de mujer mascullando insultos. Las palabras, los insultos fueron creciendo de a poco hasta mostrar las carnes enjutas de la mujer. “La muerte es injusta” decía a viva voz, alzando un brazo y caminando en círculos por la terraza. “Es muy injusta, y más ahora, en estos tiempos, y yo que estoy sola, muy sola...” decía la vieja caminando hacia las palomas. Sus piernas flacas y amarillas, manchadas de várices, temblaban a cada paso bajo un camisón hecho hilachas.
La mujer caminó unos pasos y quedó en el centro de las palomas. Estas dejaron de comer. El hombre se acercó aún más a la baranda del balcón y la miró, sin esconderse, de frente. Pero ella no lo vio. Dos palomas que estaban en un balcón vecino se posaron en los hombros de la mujer, que ahora mascullaba palabras desconocidas.
“¿Cómo pudo ocurrir? ¿cómo? Yo tan joven fui, tan hembra... parí cuatro críos, tres machitos. Todos míos, de mi carne, todos...”
El sol había comenzado a ocultarse tras los edificios y deformaba la silueta de la vieja que sombreaba el techo de chapa y membrana. Cuatro, o cinco palomas habían llegado volando de otro edificio y le tironeaban del camisón. “La plaga, las siete plagas que asolaron Egipto, acá, fueron tres. No fue necesario más. Y yo que estoy tan sola...”
De pronto se oscureció el cielo. Fue sólo un momento. Cientos de palomas aleteando fueron descendiendo y acomodándose en el círculo que trazaba la vieja en su andar. Pasaba el tiempo y la mujer y las palomas continuaban girando. Algunos vecinos se molestaron y pidieron silencio. Otros querían enterarse y pedían silencio a los que pedían silencio. Y poco a poco se fueron abriendo todas las ventanas, y los balcones se llenaron de vecinos. Entones Facundo, que había llegado en brazos de su madre, corrió hasta el balcón señalando a las palomas. Cuando se abrieron todas las ventanas, la vieja dejó de caminar en círculos, avanzó feliz y se echó a volar entre los edificios seguida por cientos y cientos de palomas.
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